Figuraciones Mías

Por: Neftalí Coria / @neftalicoria

1

El que he creído que soy, no puede recordar, algo que cree necesitar. Y frente a la página de blanco total, busca dibujar una imagen que trajo del último sueño, una imagen que escapaba de la claridad en el sueño donde la desesperación predominaba. Ahora allí, despierto, en la noche siguiente, busca recuperarla. Es la difusa imagen de una joven que conoció en las lejanas fiestas de su pueblo. No sabe más. La noche es azul y entra por la ventana un aire frío. Quiere dibujarla y comienza a trazar una palabra curva en la que debería estar su rostro, pero se borra. Traza con precisión otra palabra angular con líneas rectas donde deberían aparecer sus brazos, pero no aparecen y en su lugar surge una mancha que se alarga. Mira la página y acaricia el papel como si la caricia sobre la blancura de aquella pagina, le fuera a devolver algo más de lo que con opacidad recuerda. ¿Su nombre acaso? pero no. No recuerda su nombre. No sabe su nombre, ni su rostro ha vuelto, ni el recuerdo claro de unos labios sutiles de los que hay un remoto rastro. ¿Y qué decir de los ojos? Tampoco están en ninguna parte, no los puede ver en ninguna estela iluminada del recuerdo; sabe que había luz en sus ojos, que los ojos son el centro de la identidad y la memoria, al recordar unos ojos, devuelve una mirada en claro. Pero de ella no recuerda la luz de sus ojos.

¿Qué es en él, aquella mujer hermosa en la memoria? ¿Qué es lo que recuerda de aquella mujer de la que solo vive un hálito en su corazón? Sabe que era hermosa por el raspón que revivió la memoria durante el sueño, y sabe que así lo fue, porque de los estremecimientos amorosos, siempre queda el aroma, o las huellas que viven en el aire íntimo de los años.

Con ambas manos se aprieta fuerte la cabeza y se estremece, porque llegó algo del recuerdo que desea con todas sus fuerzas, devolverle a la página en la que escribe y no hay más que misterio. Abre los ojos grandes mirando el aire de la noche y nada vuelve completo y quiere inventarla, pero ella está perdida en la maldita bruma de lo que se ha olvidado y no permite dejar que la memoria con sus máquinas, la traiga a las palabras. Y se pregunta si la memoria es todavía el mismo pez que escapa del agua y no deja rastro. Se hace preguntas y en ellas, implora saber, si ha de ser la memoria lo que un día ha de perderlo en las cosas del tiempo, en las cosas de la ficción y el pensamiento excitado, o en los deseos porque vuelvan aquellos sucesos en los que no valoraba la belleza en el momento donde sucedieron y el tiempo lo fue convirtiendo en la vulgar nostalgia.

2

Quise no olvidarla. Traté de retener la luz de sus ojos, su cabello largo, negro absoluto. Lo demás fue como si entre la neblina de la memoria pudiera dibujarla y como una silueta, su figura debiera permanecer en mí, con el mismo vestido amarillo que sé que la vi. Quise no olvidarme de ella, quise guardarla entre mis recuerdos, porque tengo la impresión que nada fue cierto y esta figuración en el sueño, sólo fue una invención mía.

Ahora sin recordar casi nada de ella, pienso en las personas que hubo en mi vida, y así como ella, se han hundido como los pañuelos que se sumergen en la oscuridad de la memoria para siempre.

Escribo lo que creo que fue, pero también lo que creí que pudo haber sido, o lo que mi memoria fabuladora, no me devuelve como el pez no devuelve al agua, las formas que hace cuando es perseguido.

Sólo constan dos cartas, en la primera me decía que iba a venir a Morelia y ya muy cerca de el día señalado, llegó la segunda, en la que muy amable me dijo que no vendría a causa de la enfermedad de su madre y los cuidados que ella debía tenerle.

Era la muchacha más hermosa de aquellos días ¿O sólo yo podía ver su belleza que ahora no puedo recordar? ¿O fue una alucinación mía? Había platicado con ella y había rozado su brazo. Era en verdad hermosa aquella muchacha de La Estancia, un lugar que estaba más allá del cerro pelón y donde según mi padre, teníamos muchos parientes nuestros, pero ella no, ella no llevaba mi apellido.

Sus rodillas perfectas, sus ojos, la sonrisa precisa, su habla rural, su alegría de mirarme y la seguridad que yo tenía que ella era la mujer de mi vida. Todo eso recuerdo, pero no su rostro, no su nombre, no sé siquiera si le pedí un beso, si cogí su mano entre las mías, no, no lo recuerdo. Sólo vuelve aquella espera en la que pasaron los días y ella no iba a Morelia como creo que lo prometió, ni escribía otra carta como la que me mandó después de haberla conocido. En mis regresos al pueblo, nunca volvió y a la casa a la que había llegado, tampoco había forma de saber si tenían noticias y por lo que supe, nada sabían aquellas gentes de su identidad. Llegué a pensar –eso sí lo recuerdo–, que era un fantasma, que era un ser irreal, que no era posible aquella belleza para que tan fácil apareciera como cualquier cosa. La belleza cuesta, lo supe entonces. Y la memoria hace pedazos las cosas hermosas.

Y vino el tiempo con su implacable fuego que todo lo vuelve ceniza, y como las cosas pasan y se olvidan, así he olvidado su nombre y no puedo saber cómo sucedió aquel encuentro del que sólo queda un aroma en el corazón y la evocación de una muchacha que no pudo vivir en la memoria mía. Y de sólo pensar en que no vivió en el tiempo mío, temo decirlo, pero aquella muchacha que pude amar, ha muerto en la memoria y yo sé que olvidar mata, como no poder recordar, desespera hasta la muerte.

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