La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Eso dicen: que yo me rodeo de machos y que por eso pienso como ellos. Cosa más descabellada no he oído jamás. Yo no me rodeo de machos, me rodeo de hombres inteligentes con un alto grado de sentido común. Hombres que aman a las mujeres. Las aman tanto que las cuidan de sí mismas. He visto a los mejores machos de mi generación cargándoles el garrafón a sus novias feministas. También los he visto partiéndole la crisma a otros hombres (ellos, sí, machos) que han ofendido a sus amigas, no con afrentas vulgares respecto al sexo y al uso de su cuerpo, sino con agravios intelectuales. Mis machos son machos a los ojos de algunas mujeres porque no dan coba a la estupidez que a veces nos circunda. Si una mujer es idiota, la confrontan como tal, así, de igual a igual, como ellas quieren ser tratadas. Mis machos cuidan a sus hijos y enseñan a sus hijos a amar a sus madres aunque sus madres sean, en el fondo, creadoras de machos, de verdaderos machos, de esos que por tanta madre terminan aborreciendo a sus futuras mujeres porque simplemente no les da, no les alcanza el entendimiento para adorarlos a pesar de su abyección. A mis amigos machos los bloquean de las redes las aspirantes a buenas feministas pues esos machos suben, de pronto, fotos de mujeres en bikini, y ellas, las aspirantes a buenas feministas, se horrorizan porque los machos ven el cuerpo femenino como una maquina que sólo da placer, sin embargo ellas, las aspirantes a feministas no dudan un segundo en aniquilarlos a la hora de divorciarse de su respectivo macho, y entonces ven a ese macho, a ese hombre, como una simple máquina de proveer y hacer dinero. Mis machos me han cuidado siempre. El primer macho que conocí fue mi padre, obviamente. Y ese macho de bigotes y panza rotunda, buen bebedor y buen jarocho, me guareció de tormentas. Me advirtió que la belleza femenina era, ¡oh, sí! un arma caliente, pero también fría, y que algún día tendría que echar mano de sus consejos para cuidarme, sobre todo de las demás mujeres. ¡Qué macho!, ¿no? Sin embargo, el viejo macho no se equivocó en eso: toda mi vida, una vida rodeada de machos, he sido agredida no por ellos, sino por ellas. Uno de mis machos favoritos me invitó a comer un chile en nogada en agosto. Llegué al restorán pactado y mi amigo macho se levantó en cuanto entré y me dijo que me veía guapísima, luego me pidió una cerveza y hablamos caldeadamente sobre la impracticidad de las tostadas de pata. Las tostadas de pata, concluyó, son el platillo más sucio y desgarbado. Apenas tomas la tostada entre tus manos, cuando la tortilla crujiente se humedece y lleva al colapso a aquel montículo de cerdo y lechuga. Coincidí entonces con aquella tesis de la tostada: te ensucia y en una de esas te deja sin dientes si es que la tortilla se quiebra y acaba creando pequeñas estacas peligrosas para la encías. Mi amigo macho también llegó a otra sabia conclusión: el chile en nogada es más un postre que un plato fuerte. Es un strudel que pica. Un sauce de cristal y un chopo de agua. Al despedirnos, mi amigo macho pagó la cuenta cuando bien yo pude haber cooperado con mi parte. Sin embargo, yo tampoco hice el intento de pagar. Tal vez porque me gusta la galantería y porque le doy al hombre su lugar de proveedor y todas esas cosas que no les gustan, pero sí les gustan, a las feminazis. No les gustan porque creen que eso le da derecho a su macho para ser abusón. Sí les gusta porque su dinero es de ellas y siempre es mejor ahorrar que andar de manirota. La gente dice que me someto a los caprichos y a los apetitos de mis machos, cosa que no es verdad. Los machos de mi vida son simplemente hombres. Hombres que me ponen a prueba con su visión de hombres. Cada vez que tengo un problema existencial, voy con mi macho de confianza y no ha habido ocasión en que no saque la mejor respuesta a ese problema. No soy adicta al patriarcado, pero tampoco estoy peleada con él. Las matriarcas de mi familia han sido brutales y desconsideradas. Criaturas sumamente egoístas, además de ser madres cuervo que dejaron que sus hijas cuervo les sacaran los ojos y que sus machos blandengues acabaran con sus familias por la incapacidad de abandonar ese amor edípico. No. Mis machos no me han enfermado la mente como sí lo han hecho aquellas que se decían mis amigas y que un buen día empuñaron el cebollero y me tasajearon como a una cecina de Yecapixtla. No. Claro que para los cánones actuales no soy normal. Soy una aberración de la naturaleza, una tránsfuga de la causa, una vendida al bando opuesto. Eso soy para aquellas que me han borrado de sus muros y sus grupos de Facebook por publicar algo que dote de equilibrio a esta cruzada incendiaria. Mis amigos machos no son tan machos, porque hasta ellos, a veces, me conminan a reflexionar sobre los malentendidos que provocan mis dichos. Mis machos me preguntan si “yo también”, y les contesto que no. Que afortunadamente yo nunca. A pesar de exhibirme en fotografías sugerentes, ellos, los machos, jamás han herido mi sensibilidad. En la calle me chiflan, y no volteo. Solamente no volteo. Jamás me han acorralado en un callejón… quizás por eso hablo con tanta laxitud del tema. Aunque pensándolo bien no es laxitud. A mí no me ha pasado, sin embargo, en la familia hubieron dos muertas: una murió a manos de su marido porque la cachó con otro. Otra murió a manos de la esposa de su amante porque descubrió al marido con ella, con la puta de mi tía (así la llamó cuando rindió declaración). Crímenes horribles y bestiales. Crímenes venéreos, les llamo yo, por ser crímenes sobrevenidos de Venus, de un amor mal encausado. Y no falta nunca la mujer que dice: es que tú vives en barrio alto, comes en restaurantes top, convives con los así llamados pudientes. Y yo pienso: ¡oh, ilusa! tenle más miedo al poderoso que al paria, porque el poderoso sale impune siempre, mientras el paria acaba pagando con creces sus errores. He visto a las carteras más abultadas de mi barrio pagando millones de pesos para salvar a sus hijos violadores de la cárcel. He sabido también que esos juniors cínicos actúan, es decir, matan y desaparecen a sus novias, con la venia y la ayuda directa de sus madres. De las matriarcas de esas familias rancias. Yo no puedo hablar de los otros machos, pero mis machos, bien o mal, han estado siempre cuando los necesito. Se han dejado querer y hasta acosar por mí. El macho con el que duermo y me despierto puede parecer muy macho y muy malo a los ojos maledicentes de mis enemigos y enemigas. Puede incluso herirme a veces, no sólo como macho, sino como un simple y llano ser humano. ¿Quién estereotipa a quién?, me pregunto. ¿Quién ha generalizado de una forma cruel? Hoy en día, la mayoría de los hombres del planeta no afirman que todas las mujeres somos estúpidas, pero cada vez son más las mujeres que afirman, con orgullo y prejuicio espartano, que todos los hombres son machos y abusivos.
