Mesa Cuadrada 

Por: Gabriel Reyes Cardoso / @GabrielReyesCa3

Hace tiempo, Maquiavelo,  consejero de cabecera para muchos políticos actuales, prescribía una ecuación para gobernar cuyos principios sostenían que se gobierna mejor por miedo que por odio.

El miedo moviliza,  el miedo hace pensar,  el miedo hace colaborar, el miedo nos recuerda que estamos vivos y que nuestra calidad humana está más anclada a nuestras incapacidades, a nuestras debilidades que a nuestras fortalezas.

El miedo es una reacción casi instintiva, una emoción natural que nos proteje de un peligro real y también es condición de sometimiento al “interés público” sustento del poder político que proteje, al menos en teoría, a todos, de cualquier amenaza.

El miedo convive todos los días con cada uno de nosotros.

Lobo del hombre, el hombre mismo, aprendió a administrar los miedos como instrumento de dominación y fabricó el temor que sigue siendo una emoción, pero artificial, que nos hace evitar o huir de situaciones de peligro imaginario.

El miedo protege.  El temor limita.

En nuestros días el temor es una industria muy rentable.

La utilizan todos los políticos en todo el mundo, aunque no son los únicos. Líderes empresariales, comerciales, del clero o de grupos de ambulantes, identifican, construyen o imaginan peligros, los hacen causa de su unidad y obediencia y lo utilizan para controlar a los demás.

Todos los días en este país y en muchos mas, los medios de comunicación nos recuerdan esta condición de vivir en el temor.  Razones hay, por supuesto,  Los miedos reales de la inseguridad en que nos encontramos y los temores por la incapacidad de la sociedad y su gobierno para evitarla.

El temor es ahora, un instrumento de gobierno y una razón para la lucha política por el poder.

Estas elecciones son debate y decisiones sobre el temor y como lo manejan los candidatos, pero también, del odio.  Hasta aquí nos acompañaría Maquiavelo.

La inseguridad existe en la percepción y en la cotidianidad de los mexicanos.  Los que pueden hablar y actuar, conducen  nuestros miedos y los enojos y confusiones que los acompañan, hacia el temor y el odio.

En esa lógica, un candidato debe  fincar en el odio, la causa que lo lleve al poder para, eliminar el temor colectivo.

Los candidatos presidenciales lo saben. Pero hasta ahora no han demostrado saber como resolver esta ecuación para gobernar, una sociedad que necesita soluciones inmediatas y que no encuentra sosiego ni el valor de la esperanza, porque no da tranquilidad ni  seguridad, y sus plazos son tan largos que se vuelven impensables e inútiles.

Los candidatos por eso han optado por el camino del odio.  Anaya es el típico  ejemplo de la estrategia del odio.  Andrés Manuel nos reprocha no haberlo elegido en las dos veces anteriores para que no sufriéramos, lo que hoy nos tiene enojados.  Meade nos sugiere  inteligencia, serenidad y paciencia y el Bronco nos recuerda la valentía clásica del mexicano que no se achica y que puede enfrentar todo.

Estas elecciones ponen a prueba: enojo, dolor, confusión e incapacidad.  Dan un nuevo valor al voto, lo hacen arma de corrección,  antes que era instrumento de construcción.

Vamos de mal en peor. Entretenidos en cómo deshacer lo que nos tiene molestos y desesperados, posponemos el debate de nuevas condiciones de bienestar, de armonía y concordia.

Y no estamos equivocados, casualmente la inseguridad, a la cabeza de otros males sociales, causa o efecto de esta misma, como la corrupción, el cinismo y la impunidad, son las inconveniencias reales que nos impiden vivir tranquilos y alejan las probabilidades de vivir mejor.

Los candidatos lucran con nuestras angustias, con nuestra inmadurez colectiva para administrar nuestras emociones, disgustos y venganzas. Nos demuestran no estar capacitados para gobernar porque carecen de una inteligencia fría, definida y firme para actuar en los antídotos de la pertinencia y el sentido común que nos aconseja que eliminar nuestros miedos no es saludable, pero vivir en el temor es el suicidio.

Los candidatos están como los abogados a los que no le conviene que se resuelvan los casos que litigan porque se les acabaría el negocio. No debemos agradecerles nada.

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