Mario Alberto Mejía 

Primera Parte

Tres cosas me impresionaron en la exposición Picasso en Puebla, la Estela Infinita: el pintor en su muerte (vestido de pantalón de lino y playera a rayas), el video de Ignacio Martín de la Cruz sobre el solitario picador que algún día recibió la firma del pintor en su sombrero (“Con este sombrero vas a sobrevivir todos los inviernos”, le dijo) y el Picasso de los grabados que regresa a su infancia en Málaga a través de las corridas de toros.

Entre los artistas que traducen a Picasso, en esta exposición, con obras propias, figuran Eugenio Merino, Kepa Garraza, Pierre D’Argyll, Manolo Valdés, Alberto Corazón, Miquel Navarro, Juan Garaizábal, Ignacio Martín de la Cruz, Bernadi Roig y el poblano Antonio Álvarez Morán.

Picasso fue un niño educado en el trazo académico gracias a un padre pintor. Pintor frustrado. No fue como todos los niños, que garabatean su felicidad en la hoja en blanco. Fue un niño extraordinariamente dotado, incluso para copiar a los grandes artistas y reproducir dibujos francamente complicados. Meses antes de morir, Picasso pintó los grabados que cuelgan en la Galería del Palacio y que le permitieron regresar al trazo de las cuevas de Altamira, sí, pero también a la del niño que nunca fue: un niño sin academia y con bolígrafo libérrimo, anarquista. Ese Picasso neolítico es el que vemos en esta maravillosa exposición que fue concebida, entre otros, por la doctora Anel Nochebuena, directora del Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla (IMACP), y principal impulsora de la estancia poblana de Picasso. Con ella es esta charla en varias partes que sirve para enmarcar la inminente despedida de la gran exposición.

Colección. Parte de la muestra es la escultura hiperrealista de Eugenio Merino, la cual muestra a Picasso tendido en el momento de su muerte. / ARCHIVO

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Mario Alberto Mejía (MAM): Cuéntame bien la historia de esta exposición, Anel. ¿Cómo nació la idea?

Anel Nochebuena (AN): Nació desde que llegué a esta administración, en 2014. Pensar a Picasso en Puebla era un reto. Sabía que la Fundación Picasso nunca me daría apoyo. Siempre supe que cuando viniera Picasso a Puebla iba a pasar algo. Pero nunca quise traer sólo a Picasso. Mi propuesta era reflexionar sobre Picasso. En este sentido, me puse a buscar en todos los museos para ver si nos prestaban obra suya. Lamentablemente la respuesta fue no. “¿Qué es Puebla? ¿De qué me hablas”, me decían.

“Me fui encontrando con toda clase de negativas a lo largo de 2014 y 2015, y al final de 2016, cuando ya todo se veía perdido, me encontré con Roger Metri, un controlador aéreo que a la vez es secretario de Cultura de Yucatán, excelente amigo, y me comentó que él en su tiempo había llevado unos Picassos a Mérida a través de Óscar Carrascosa, ex secretario de Cultura de Málaga, mismo que a su vez fundó la Casa Picasso y un festival que se llama Picassísimo, en Málaga, que él dirige. Entonces lo fui a buscar. Ahí es donde empieza la historia”.

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Anel Nochebuena se emociona cuando habla de Picasso. Ella –poeta, promotora cultural, estudiosa de Ortega y Gasset–, entiende el arte en dos de sus vertientes: como una conversación infinita con los artistas y como una provocación. Así lo concebía el propio Picasso (por no hablar de los surrealistas comandados por André Breton). Así queda registrado también en el libro de visitas de la exposición. Vea el hipócrita lector: un matrimonio indignado deja inmortalizada la frase “Esto es un fraude” en diciembre de 2017. Seguramente los horrorizados visitantes esperaban encontrarse con el Gernika. Cosa imposible: ese alegato contra la guerra –pintado después de un ataque alemán a una villa vasca llamada precisamente Gernika– no cabría en la Galería del Palacio, pues mide tres metros 50 centímetros de alto por siete metros 80 centímetros de largo, además de que –cualquiera lo sabe– es imposible sacarlo de España.

La exposición, por cierto, tiene momentos surrealistas, aunque Picasso nunca militó en ese movimiento. Y es que a unos centímetros de donde descansa la escultura hiperrealista de Eugenio Merino, que muestra a Picasso tendido a la hora de su muerte, un policía cuida que los visitantes no dañen ese cuerpo que parece real, incluyendo las inevitables manchas de la vejez en el rostro del artista nacido en Málaga. Ese policía, sin duda, conoce ahora mejor que nadie lo que es estar cerca de ese cuerpo que parece respirar. O gemir. O las dos cosas.

Anel Nochebuena continúa con su relato:

“Voy a España y pido una reunión con Óscar Carrascosa. Para entonces ya había recorrido ocho mil kilómetros, charco de por medio, y estaba cansada ante la imposibilidad de traer a Picasso a México. Cansada, pero esperanzada. Y me sobraba necedad. Él me dice que va a ir a Madrid. Cuando llego a Madrid me dice que no, que no va a poder pasar por Madrid, que se va a ir directo a Toledo porque ahora está llevando una colección de Roberto Polo. Casi lloro de la desesperación ante tanto
desencuentro. Nos vemos entonces en Toledo. Cuando lo vi, le dije: ‘mira, yo lo que necesito es que tú me puedas ayudar a ver quién me puede prestar unos Picassos’. Entonces me dijo: ‘súbete al coche’. Una vez ahí me dijo: ‘tienes tantas ganas y tanto empeño que, por supuesto, te voy a ayudar’. Entonces conectamos con un coleccionista privado, quien, gracias a Carrascosa, soltó los Picassos”.

Anel se refiere a las 26 aguatintas –creadas con “tinta a la azúcar”, técnica poco común– inspiradas en un manual de toreo dictado por Pepe Illo. José Ángel Montañés lo cuenta muy bien en el diario El País: “Según los que lo vieron, el sevillano José Delgado, Pepe Illo, destilaba sensualidad cada vez que toreaba en una plaza. En 1796, Delgado publicó, aunque las malas lenguas aseguraron que se limitó a dictarlo porque él apenas sabía firmar, el tratado de Tauromaquia o Arte de Torear, un texto de referencia en el arte del toreo, en el que reflejaba su experiencia en la lidia de reses bravas. En mayo de 1801, cuando entraba a matar a Barbudo, el animal lo derribó y acabó con su vida tras clavarle el pitón derecho. Su trágica muerte, ocurrida en la plaza de Madrid y que fue presenciada por miles de personas entre las que se encontraba la reina Maria Luisa de Parma, esposa de Carlos IV, quedó inmortalizada en uno de los grabados taurinos de Francisco de Goya.

“Pablo Picasso se sintió fascinado por el mundo taurino desde que su padre lo llevara, siendo un niño, a ver corridas en su Málaga natal. No es de extrañar que el pintor acabara ilustrando el tratado sobre los toros que había realizado Pepe Illo en el siglo XVIII (…) Desde que el toro pace plácidamente en el campo, hasta que sale de la plaza muerto arrastrado por la cuadrilla de mulas, Picasso reflejó en sus dibujos (…) casi todos los momentos de la corrida: el paseíllo de los diestros con sus cuadrillas; los pases de muleta y verónica; la suerte del rejón; la salida de los cabestros para retirar el toro manso, la cogida del torero; las banderillas o el picador; pero también la actuación de perros que acosan al toro; el torero en silla; o la garrucha para saltar sobre el animal, que ya no se empleaban cuando Picasso las pintó”.

Esos grabados están colgados en una sala de la Galería del Palacio y dejan ver al niño que quiso ser el gran pintor en sus últimos años.
(Continuará mañana)

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