Por: Alberto Peláez / @pelaez_alberto
Los últimos días fue el propio Raúl quien pidió que le llevaran a su casa para morir en paz. Como hombre nació y como hombre murió.
En su cama, el alma del pequeño Raúl se fue hacia el Infinito de la Luz. Pero dejó a todo el mundo una lección de vida.
Leí la noticia en los periódicos. Sin embargo, la nota no fue su muerte heroica, su lucha titánica.
Toda aquella hazaña, envuelta en dignidad, la mancilló la empresa funeraria y el dinero, el cochino dinero. Los padres de Raúl –gente obrera que vive en la localidad de Fuenlabrada al sur de Madrid-, no disponían de 1.800 dólares que es lo que costaba trasladar el cadáver de Raúl.
Cuando llegaron los operarios y se iban a llevar el cuerpo inerte reclamaron el dinero. Los padres no lo tenían. Lo que si tenían era la tragedia de haber perdido a su hijo. De manera lacónica y fría como el cadáver de Raúl, los operarios dejaron su cuerpo en un sofá de la casa. Se negaron a trasladarlo al lugar donde tendrían que velarle.
Entonces sí se convirtió en noticia que saltó a varios medios de comunicación en España. Aquellos canallas desalmados de espíritu, dejaron veinte horas a aquel cuerpo, entre el desconsuelo de su madre y la impotencia de su padre.
Le velaron en el sofá hasta que finalmente, entre todos los vecinos, hicieron una colecta y pagaron el velorio. Tuvieron que ser ellos, los vecinos y no las autoridades, esas que dicen que representan a los ciudadanos. Fueron las autoridades las que permitieron la indignidad, la vejación, especialmente después de una lucha que se convirtió en esa lección de vida, en ese abrevadero de todos los que conocieron al pequeño Raúl.
Cuando leí la noticia aplaudí desde dentro hasta romperme las manos del alma en un homenaje de agradecimiento eterno al gran Raúl. Cuando leí la noticia me produjo tal repulsa ese camino de vilipendio que desencadenó en un asco por todos los que estuvieron involucrados, desde los desarmados operarios a las autoridades.
