La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Ayer fui víctima de un fraude telefónico en el que me sacaron una buena cantidad de dinero. Dinero que no me sobra, por supuesto (el dinero nunca sobra, las ratas, sí). Lo más frustrante es que yo misma le di entrada a los bandidos. Dejé que me vieran la cara de la forma más vil. Más vil y ridícula.
Acompáñenme a ver esta triste historia…
Eran las dos de las tarde. La dos en punto de la tarde. El sol se colaba por las hendiduras de mi ventana y yo estaba recostada porque la noche anterior había dormido como perro a causa de una dieta absurda a la que me sometí sin razón. Varios litros de jugo verde inundaban mi torrente sanguíneo. No me sentía en mis cabales. Estaba levitando como jipi trasnochado y hasta me había reconciliado con la cruel naturaleza. Por falta de carne, mi cerebro estaba amodorrado, entumido. Veía arcoíris y unicornios en un mundo ideal. El sonido del teléfono me espabiló. Era un número oculto. De esos números que nunca contesto porque me dan mala espina. Contesté. Entró una grabación de Bancomer. Una grabación que ni siquiera dudé si fuera falsa. Era la misma grabación que he escuchado cientos de veces cuando he tenido algún atorón con mis cuentas. Terminó la grabación y un tipo me saludó por mi nombre. Yo lo saludé con desgano, pensando que me iba a ofrecer algún beneficio que francamente no me interesaría contratar. Iba a colgar cuando el hombre me dijo que en su sistema habían detectado una retención de pago por mi seguro GNP. ¿Cuál seguro?, pregunté. Yo en la vida he contratado un seguro. Me vale madres morir en el IMSS, pensé, mientras en mi funeral haya pachanga y chupe. Entonces intenté aclararle que no había contratado ningún seguro, y por lo tanto, era imposible que hubiera un pago retenido. El tipo, muy profesional, me pidió esperar unos minutos. Metió una grabación de Bancomer en la que te dan el anuncio de privacidad. Encendí un cigarro. Sabía que esas llamadas tardan siglos. Al minuto, la voz regresó. Dijo que intentarían resolver el problema, pero para resolverlo, me iba a comunicar a un buzón de clientes en el que yo debería decir lo siguiente: “yo, fulana de tal, desconozco el pago del servicio perengano, de empresa merengana, y autorizo que Bancanet proceda a la cancelación de dicho pago. Mi número de tarjeta es tal y mi clave es tal”. Para ese momento yo seguía dormida y muerta de hambre (nada de esto hubiera ocurrido de haber portado las suficientes calorías para que mi cerebro operara correctamente). Luego recordé que en mi tarjeta de crédito me habían achacado una compra que no hice, y se lo dije al joven. El joven, muy atento, me dijo que colgara y que en seguida recibiría una llamada por parte de una ¿grabadora?, la cual me notificaría que mi queja estaba siendo procesada. Así fue. Unos segundos después de colgar, la grabadora me llamó y me dijo lo anterior. La señorita grabadora colgó, y yo, tan idiota, me quedé satisfecha por haber impedido a tiempo que me atoraran con un seguro que no me cubriría la muerte por embriaguez o por inanición. Volvió a soñar el teléfono. Era el joven atento de Bancomer. Nunca antes me había tocado un joven tan atento y paciente, pensé. Me dijo que el proceso llevaría unos minutos y que iban en un 30%. Que debía esperar y no colgar. Yo le recordé que tenía un cargo desconocido en mi otra tarjeta. Él dijo que inmediatamente lo iba a verificar. Lo verificó. En efecto, estaban dentro de mis dos cuentas y me dio santo y seña sobre ese movimiento anómalo. Le dije que también quería cancelar ese cargo. Me dijo que sí; casi casi me dijo que a huevo, que lo que yo quisiera. Así de buena onda el chavo. Seguí esperando en la línea. Cada minuto reaparecía el joven y decía que ya casi terminábamos. Fumé otro cigarro. En eso entra un SMS a mi buzón. Un SMS de la misma línea en la que Bancomer me manda promociones. Ese mensaje decía que yo acababa de transferir varios miles de pesos, de mi cuenta de crédito a la de débito. Me infarté. Le dije al joven: “oye, en este momento acaba de haber un movimiento extraño en mis cuentas. Pasó esto y esto”. El joven dijo que seguramente era un problema de actualizaciones porque yo les había dado acceso al Token. ¡Qué mierda es el Token!, pensé. Ahorita lo arreglamos, dijo, el proceso va en 50%. Yo jamás pregunté qué proceso se medía por porcentaje, pero repito, andaba vegana y ciertamente pendeja. Después de 15 minutos al teléfono y de haber recibido la mejor llamada posible de un call center, se cortó la comunicación. Menté madres. Marqué de vuelta, pero el menú no me dejó continuar porque mis tarjetas habían sido bloqueadas. Fui a la aplicación móvil y pasó lo mismo: inservibles. Por suerte se me ocurrió ponerme los tenis y salir a la sucursal más cercana. Eran las 3:40, es decir, faltaban veinte minutos para el cierre. Llegué a la sucursal y me hizo pasar un ejecutivo: un gordo mamón que odia su chamba, pensé. Lo pensé por los moditos con los que atendía a la gente. Una vez sentada frente al gordo infeliz, le comenté el caso. Su cara lo dijo todo. Puso cara de “otra pendeja más a la que le ven la cara de pendeja. Qué bueno que se la chingaron… por pendeja”. Eso me dijo su cara. Y luego me lo confirmó con su voz mofletuda de gordo que odia su chamba y que celebra que los malandros les roben a los clientes. Quiero buscar la frase correcta para enunciar lo que sentí cundo me dijo que esa llamada había sido un fraude perfectamente orquestado. Quiero buscar una frase que huya de la vulgaridad, pero no puedo. No hay palabras para describir mejor mi sensación a la hora de recibir el ramalazo: me cagué. Luego me recorrió un calor interno que se volvió frío en menos de dos segundos. Derramé una lagrima de coraje mientras me decía en silencio: “pendeja, pendeja, pendeja. Te lo mereces por pendeja y por tragar jugos verdes sin razón”. El ejecutivo gozaba con mi dolor. Se regodeaba en mi sufrimiento desde su posición de mínimo poder. El maldito estaba viviendo sus quince minutos de fama al restregarme no sólo que era una pendeja, sino una pendeja pobre. Lo dejé disfrutar su pequeño triunfo sobre mí. Le dije: ¿qué puedo hacer ahora?”. Me giró instrucciones: “acá no puedo hacer nada más que sacarte una copia de tus movimientos. Luego tú (pendeja), vas a tu casa y llamas a la verdadera línea Bancomer (pendeja) y expones tu caso. Te van a dar un folio (pendejaza) y de ahí esperas un mes a que un asesor real (pendejísima) dictamine si se te regresan el dinero”. Le pedí ver mis estados de cuenta. Se levantó con sorna, muy orondo, a imprimirlos. Regresó sonriendo. Me los extendió y puso cara de “ahí tienes tus miserias, doña pendeja”. Ahí, señoras y señores, volví a cagarme, pues a partir de que los defraudadores accedieron a mi cuenta, tardaron cinco minutos en hacer ocho transferencias y retiros sin tarjeta. Todo porque yo, tan pendeja, les había dado mis claves. El ejecutivo me miró y dijo: ¿hay algo más en lo que te pueda ayudar (pendeja)? Me levanté y fui directo a casa. Manejé a toda velocidad para llegar a hacer las llamadas pertinentes. Abrí mi puerta y vi una jarra de jugo verde. Odié a la maldita jarra porque ese jugo había tenido la culpa de mi descuido. Marqué a la linea Bancomer, desconfiada. Era la misma grabación que me habían puesto los hampones que me dejaron pobre. En fin, pensé, ya no hay nada que me roben. Tardé un hora en exponer mi caso, y juro que la voz del ejecutivo que ahora me tendía era la misma voz del cretino que me atracó telefónicamente. El nuevo ejecutivo me trató con la misma paciencia que el que me robó, y tuve que repetir mil veces cómo se habían presentado los acontecimientos. Sobra decir que cada vez que lo repetía, en mi cabeza resonaba un coro que remataba cada frase con un ¡pendeja, pendeja, pendeja! Ya terminando el viacrucis fui directo a la cocina a propinarme un atracón de queso y jamón. Juré nunca volver a probar la vida pasiva de los jugos verdes. Soñé que todo había sido un sueño y que tenía intactas mis cuentas. También soñé que acababa con toda la verdura verde del planeta. Pero desperté y la realidad era otra: seguía siendo la misma pendeja que dio sus datos personales a un malandrín que, sin duda, es parte de la única y verdadera mafia del poder. La del Peje, qué.
