La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia/ @negramacchia
No sé si lo mío es karma o una mala alineación de los astros, pienso mientras no acabo de sobreponerme del desfalco telefónico, cuando llega (el de por sí espantoso) lunes. Ahora es el verdadero Bancomer quien me propina otro ramalazo. Y es que no se me ocurrió meditar que los bancos nunca pierden. El pendejo es uno, no el banco. El que va a poner su lana en manos de quién sabe quién es uno; no llega el banco y te lo quita. El que teme que le roben su cochino es uno… el cochino no cobra vida y busca un mejor chiquero. ¿Les conté que hace un año me robaron el cochino, es decir, mi alcancía? Esa fue otra triste historia. Una rara historia que no me gustaría recordar, pero en este momento es importante hacerlo debido a los acontecimientos. Ya no hay confianza, verdad de Dios. Ni en las instituciones ni en la propia gente que te rodea a diario. Hoy –otra vez como a las dos de la tarde y a una semana de haber sido atracada telefónicamente por unos fulanos a los que les dije (sin decirles): “por favor, señores ratas, vengan a chingarme; me encanta que me chinguen”– hoy, queridos amigos, me metieron el tiro de gracia. Bien me lo decía un amigo el sábado entre chelas y risas: “saca el varito que te dejaron los ratas en las tarjetas, porque si no lo sacas, te lo van a madrugar”. Y eso mismo pasó. No me hubiera dado cuenta si otra vez, a las dos en punto, voy a hacer el super y la cajera me regresa la tarjeta diciéndome: “su tarjeta no tiene fondos”. “A cómo de que no”, tercié al mismo tiempo que conminaba a la mujer a pasar el plástico en otra terminal. Sin embargo, la cajera tenía razón. Tuve que regresar mis jitomates y mi cloro y mis huevos y mi pan y mis tampones y mis panes y mis aspirinas a su sitio. Acto seguido, corrí a la misma sucursal donde días antes había ido a poner cara de idiota para después ser humillada por el gordo ejecutivo que odia su chamba. Llegué con el mismo gordo infame y con la cara más descompuesta que la semana anterior, dispuesta a hacer un megadesmadre. No un desmadrito discreto, sino uno de esos desmadres faraónicos como los que le hago a mi marido. Como uno que hice en alguna noche de karaoke. Tal fue el tamaño de mi desmadre en el karaoke, que apagaron la música y prendieron las luces. Un desmadre del tamaño de mi honor herido. Un desmadre con Periscope y Facebook live de por medio. Así pretendía arremeter contra el cruel gordo que me cambió los plásticos y dio de baja las tarjetas usurpadas. Un desmadre troyano, ¿verdad?, sin embargo, mis planes se vinieron abajo cuando, toda paranoica, me puse a observar a un muchacho que estaba en la fila para las cajas: un sujeto que movía el pie de forma misteriosa, miraba hacia la puerta y traía en los brazos una mochila. Y ustedes dirán: ¿qué tenía de sospechoso el chico? Pues nada más ni nada menos que la mochila no la sostenía abajo o en los hombros como cualquier mochila escolar, no, la tenía sobre los brazos como si fuera un bebé y la mecía y volteaba a la puerta y la patita le brincaba y el torvo joven sudaba. Yo vi que sudaba. Entonces pensé que como ando de mala suerte, seguramente ese hombre iba a sacar un arma de la mochila y nos iba a asaltar, o peor aún, nos iba a acribillar a balazos. Por eso, y no por otra razón, no pude hacer el megadesmadre planeado. En vez de hacerlo, salí despavorida al carro y arranqué. Luego observé la acción desde el otro lado de la avenida. Estaba esperando con morbo jarocho la matazón, o mínimo la persecución del caco; cosa que no sucedió. Pasaron diez minutos, me fumé dos cigarros y nada. Nunca vi salir al muchacho de la mochila nerviosa y decidí irme a casa a comenzar el viacrucis de las llamadas a Bancanet. Y ahí me tienen llegando a casa, toda sudada y encogida, casi meada y vomitada… de milagro que no me dio un coma diabético. Abrí la puerta y encontré un caos: la sirvienta lavando los trastes mientras yo apretaba botones del menú bancario. Los trastes hacían un ruido espantoso, como de pozolería Matamoros asaltada por un zeta. La muchacha, que me odia, hacía más ruido que el habitual, y lo hacía a propósito como diciendo: “qué bueno que te volvieron a chingar, vieja pendeja”. Hasta entonces, entre la caída de la olla exprés y las carcajadas de las hijas, decidí dar un grito como el que jamás había dado. O bueno, esos gritos sólo se los dedico a mi marido cuando lo cacho en alguna fregadera. Ese grito pantagruélico calló a la sirvienta y a las niñas y a los trastes, sin embargo, las perras se pusieron a ladrarle a una mofeta. En verdad que ya no veía lo duro sino lo tupido. Tener que lidiar con las explicaciones de la ejecutiva del banco y oír a lo lejos a un par de perras mimadas, ¡el infierno! Ya sentía que me agarraba de nuevo el vértigo, cuando la ejecutiva me explicó que mi cuenta no había sido asaltada de nuevo por los rufianes. Al menos no por los mismos rufianes, pero, en efecto, había sido violada por los otros rufianes, es decir, por los propios banqueros, quienes con toda la arbitrariedad del mundo decidieron cobrarse a lo chino, o sea, cuando vieron que se me depositó el salario, ¡bolas!, sacaron todo el dinero para auto-pagarse lo que seguramente ellos me robaron. Total que ya no pude ni chistar. Fue cuando pensé en mi amigo, el que me dijo: “saca tu varito porque te lo van a madrugar”. No le creí y lo dejé pasarse un fin de semana dentro del plástico azul. ¿Y ahora? Pues nada: soy más pobre que un homeless québécois. Serán los quince días más terribles del año. Todo por confiada, pensé. Aunque también pensé en el cochino que me robaron de la casa el año pasado. Un hermoso ejemplar de barro rosita con terciopelo. Estaba linda la alcancía. En ella depositaba todos los cambios que le robo a mi marido cuando se va de copas o cuando se va a no sé dónde con quién sabe quién. Ese dinerito, que era la forma más sutil de vengarme del fugitivo, un día desapareció. El cochino completo, voló. Hice mis peritajes y nomás no daba con el ruin ladrón, hasta que un buen día tuve que mover el mueble que está debajo de la tele y encontré una evidencia: un trozo del hocico marrón del cerdo rosa. Lo que me llevó a concluir que el cerdo no había volado ni había salido intacto de la casa. No. El cuinito cerámico se le había caído a una mano ociosa y esa mano ociosa vio el botín y no pudo con la tentación. En ese instante mis pesquisas apuntaron hacia dos personas, pero, ¡qué difícil es inculpar a alguien que no es cachado in fraganti! ¿verdad? (o si lo cachas lo niega, ¿verdad, querido?) Por eso no pude recuperar el botín y mi triste caso pasó a engrosar las filas de la impunidad de este país, pero sobre todo, de la impunidad doméstica. Ya no se puede confiar en nadie y eso es la peor de las desgracias, pienso mientras sorbo el último trago de Coca-cola que podré pagarme de aquí a doce días.
