Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
El tiempo no perdona los deseos que tenemos por perderlo, no perdona, aunque creamos que siempre tendremos las energías, la soltura, la habilidad, el desenfreno por escribir, la fiebre por publicar y por llegar a no sé qué metas, en no sé qué alturas de la buscada fama. Escribir poesía, además de la reglamentaria e indispensable necesidad de talento y “algo” más profundo que hace que los poetas sean poetas, es asunto de resistencia, una resistencia de verdad, aunque es la resistencia la que muchas veces suele ser premiada, porque ya no hubo más a quién darle un premio, pero allí está algún necio versero que nunca visitó las espinas de la autocrítica, esperando el monumento. ¿Y que pasó con los demás que juraron ser poetas? Fue sencillo escapar y disimularon. Se fueron diseminando en los años y el camino, es decir, se fueron a doctorarse, a investigar el tema de su frustración, a dar clases, a llorar con elegancia por los pasillos de las universidades y el conacyt, o a seguir motivando “el mundillo cultural” formando parte de la burocracia. Y adios poesía, adios oficio.
–Sólo un loco puede, dedicarse solo a escribir poesía– dirán en secreto, aunque sigan creyendo ser poetas. O en mejores casos, como decía mi amigo Víctor Manuel Cárdenas, se casan y son vencidos.
Comienzo con esta pequeña reflexión, porque hablaré de un poeta joven que fragua su voz desde dos complicados espacios que en la sociedad palpitan como desprestigios. Es desprestigiado ser poeta y se dobla el desprestigio –no quiero eufemismos–, siendo poeta homosexual. Daniel Wence es un joven poeta que con su poesía, hace frente –como Patricia Vázquez y muchos más que ahora mismo están escribiendo–, a esos sucios modelos de rechazo que no cesan, sino que se acentúan.
Hay una voz en cada poeta que nombra las cosas que le rodean por dentro y por fuera, una voz que toca las cosas del mundo de cerca y en su nombre se encaja para construir en ellas y con ellas, versos de carne y hueso. Y tal vez no sea que las nombra, porque nombrar sea muy poco, quizás haya algo más para darle el nuevo nombre a “la cosa”, porque esa voz –muchas veces herida de tiempo– se vuelve sangre, cuando en un verso encarna y entonces la voz y el verso son una sola cosa. Así creo que en algunos de los poemas de Daniel Wence, –que ahora leo en su libro Arlecchino– esa voz impar que se desangra, que apuesta por la herida, por el desgarre del alma y por dejar el nombre de las cosas, en el verso como una costilla más: Por ti está de luto los objetos de esta casa/se van oxidando, se erosionan, escribe Wence a latigazos y nombrando las cosas desde el despeñadero.
Cuando conocí a Daniel, compartimos una mesa de lectura de nuestros poemas al lado de un poeta santurrón. Escuché su lectura y desconfiado de su juventud, atendí con doble atención aquella su lectura. Quedó grabado en la memoria, el metal de sus versos que aquella vez me parecían haber apostado por el apetecible hermetismo que es inherente a la búsqueda de juventud, pero había música y la música de los poemas nunca se olvida.
No siempre leo poetas jóvenes, porque el tiempo es poco y es mucho el tiempo que me ocupan mis dos trabajos permanentes de lectura y escritura. Pero suelo –en alguna etapa del año– ocuparme de los que sobresalen por ahí y les dedico un poco de tiempo para escuchar sus voces. Las escucho y dos o tres veces al año, en mi columna escribo sobre sus libros. Y me gusta, porque me recuerdan mi primera juventud.
He leído el libro Arlecchino de Daniel con premura y en un ejemplar que me prestó mi joven amigo Jesús González Mendoza y es mi obligación decir, que esas lecturas que tienen el fin de dar opiniones serias sobre un trabajo de creación poética, son enemigas de la prisa, de las lecturas aceleradas como las que exige el tiempo de hoy día, donde la paciencia es un animal a punto de extinguirse. Sin embargo, logro dejar en mis redes, versos claros y tajantes, versos sinceros como arena que nos arrojaran a los ojos. Oigan esto, si creen que no es cierto lo que digo: Con el poder de la sangre sellamos la casa que habitamos. O este verso: me voy quitando el nombre/la mandíbula/me voy tendiendo trampas/cayendo en ellas/aniquilado aminorado/me voy orquídea, girasol/marchito sobre mi tallo. Un verso digno de ser atesorado para saber no sé qué y no sé cuánto de la vida, que es para lo que “sirve” la poesía con sus versos chuecos cargados del veneno que nos ha de inyectar y luego nos deja circular por la sangre como sangre misma. Y leí en la sección que Daniel titula “Ahora mi sombra”, poemas como desgarre: me voy seco, a pelo/me voy dentro/de ti me vengo/me reviento/me reviento, me quedo niña…, dice la continuación del poema que cito arriba. Poemas de aliento asentado, de fuerza y una predecible madurez que avanza, forman su libro publicado por la editorial guanajuatense Montea.
En la lectura de Arlecchino. vagué entre los poemas de sus calles compactas, como un testigo de una voz que estalla y extiende el estallido, como una llama perenne que se queda en las resonancias propias que nos devuelven la música del poema. Por eso a la poesía de Daniel Wence, le auguro persistencia, resistencia, amor, pasión, libertad de decir los versos como cuando sale sangre en la entrega. Lo esencial, el poeta lo tiene: hay poesía aquí como un radiante y oscuro resplandor de la noche larga.
