La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Seis años atrás llegué a casa de Héctor y Claudia. Llegué, como tantas veces, compungida. Algo triste. Encabronada, como decía Héctor. Me senté en la mítica cocina que por muchos años nos guarecerió de tempestades. Héctor me ofreció un tequila y una cerveza. El tequila en un caballito que más bien era un percherón. Un caballo grande, fuerte y robusto como él. Platicamos de muchas cosas: de sus temas favoritos: “La broma” de Milán Kundera, de Cat Stevens, de las chivas, de Los Tres Ases y de “la muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua”. Busca en la tableta, decía , tienes que leer a ese autor. Nunca lo saqué del error. Quincas Berro Dágua no escribió su propia muerte, fue Jorge Amado quien lo hizo, sin embargo, a Hector le gustaba mencionar ese nombre: Quincas Berro Dágua. No sé por qué, pero le gustaba pronunciar ese nombre. Quizás porque sonaba complejo o porque era un ejercicio para la lengua. Héctor tenía una fascinación por la doble erre y por las esdrújulas. A Héctor le seducían las palabras rebuscadas. Le gustaba decirlas y repetirlas y repetirlas hasta que adquirían un sentido. El sentido que él quería darles. Y funcionaba. Al paso del tiempo su extraño lenguaje cobró vida y ya todos sabíamos lo que quería decir cuando en plena comida se quedaba pensando unos momentos antes de mencionar que algo era “disímbolo” o “unívoco”. O si algo que no era viable o cuestionable era por fuerza “pragmático”. O que si el restaurante estaba lleno de pignorantes… Y uno se quedaba pensando: ¿Quién carajos viene a empeñar algo al restaurante? Y él, con su sonrisa de infante terrible, decía: todos venimos a empeñar algo. Así salía del paso y conseguía que esa palabra -que poco o nada venía al caso- se acomodara a las circunstancias. Y uno terminaba por adoptar esa palabra dándole el nuevo contexto que Héctor acuñaba para ella. Entonces esa noche de hace seis años, Claudia terminó yéndose a descansar tras horas y horas de risas y juegos de palabras. De lágrimas también. Porque Héctor era de esa especie de hombres casi extintos que no le temía al llanto y se entregaba a él con al mismo placer que se entregaba a la risa. Y lloramos y reímos y reímos y lloramos. Tanto reímos y tanto lloramos que llegó el momento en el que ya no sabíamos de qué reíamos o de qué llorábamos. Cuando Claudia se fue acostar, Héctor y yo decidimos hacer una columna juntos. Yo tenía que entregar mi texto esa noche, pero ya era tarde, estaba muy ebria y no sabía qué escribir. Yo escribo sobre la vida, sobre lo que nos pasa a todos en un día normal. Entonces le dije: hoy no. Hoy no puedo ni quiero escribir. No es pragmático, dije. Más bien sé pragmática, dijo, y escribe que simplemente hoy no quieres escribir porque no se te hinchan los huevos. ¿Cuáles huevos?, dije. ¡Ah, no, verdad!, dijo, entonces por los míos. En ese momento acercó su tableta, se acomodó los lentes y escribió el título de nuestra columna: “Hoy no”. Y expusimos las mil y un razones por las cuales ese día no podía escribir. Hoy no, porque hay nubes. Hoy no, porque hay tequila. Hoy no, porque no hay razones. Hoy no, porque hay cosas más importantes. Hoy no, porque me falla la vista. Hoy no, porque somos atípicos. Hoy no, porque no andamos semánticos. Hoy no, porque el mundo es unívoco. Hoy no, porque el Niño de Praga me lo impide. Hoy no, porque hoy sólo los amigos… Hector tecleaba a la velocidad de la Luz esa columna. Que más que mía, era de él. Una especie de manifiesto. Un texto que al día siguiente consiguió más vistas que mis intentos de columnas cultistas. “Hoy no” era, ante todo, un divertimento para justificar mi irresponsabilidad. Pasaron las horas y pusimos música. Un mano a mano en conocimientos de rock. Él ponía un video, yo otro. Él sacó varias joyas del repertorio: de Génesis a Niel young, pasando por la Eléctric light orchestra, hasta mezclar a Pink Floyd con los Tres ases. Para ese momento, hablamos de su padre, don Héctor (fundador del legendario trío) a quien amaba y admiraba como el primer día. Cantamos “La enramada” y “vanidad”. “Estoy perdido” y “mi último fracaso”. Y lloramos y reímos y reímos y lloramos. La noche no acababa. Tampoco el tequilita ni la cerveza. No sé en quién cupo la prudencia, pero como ya iba a salir el sol, cada uno tomó camino hacia su cuarto. Éramos vampiros. Cuando llegué a la habitación que esa noche me correspondía, Claudia había dejado las cobijas listas. Debo confesar que ni siquiera destendí la cama. Caí desmayada sobre el edredón blanquísimo.
Pasajes alucinantes con Héctor sobraron. Recuerdo bien el día que fuimos a Guadalajara. Íbamos toda la familia: Héctor, María, Jimena, Mario y yo. Tépox iba al volante. Y acá hago una acotación puntual: Héctor fue como la propia materia: estaba lleno de singularidades. Y una de esas singularidades fue, como ya dije, crearse un lenguaje único. Durante ese viaje descubrimos que Tépox no se apellidaba Tépox, pero a Hector le gustaba decir Tépox, o mejor: le gustaba más gritar: “Tépox”.
En ese viaje, en el que nuestro amigo volvió a hacer gala de una generosidad increíble, nos hospedamos en el bello Hotel Quinta Real, bebimos cantidades industriales de Alion y fuimos a un palco del Omnilife a ver jugar a sus chivas que se enfrentaban al cruz azul. El palco estaba dividido: los González iban chivas; los “Negros”, sólo por contrapuntear, cruz azul. Héctor lograba siempre lo que quería: conseguía que hasta el más reticente del fútbol, gritara en un estadio. Al final, cuando su equipo perdió, Hector apareció como un gigante en el estadio vacío, y con esa salvaje libertad que lo acompañaba, gritó a todo pulmón: Vergara, chinga a tu madre. Chivas es pasión.
Sobra decir que el evento fue tan peculiar, que las cámaras de televisión llegaron en busca del hincha incómodo que se atrevía a gritarle a Vergara sus verdades sin temor a ser expuesto. Con esa misma pasión. Con esa misma naturalidad, Héctor vivió toda su vida: a tope, llena de excesos, sin límites.
Soy hija de un hombre que ama el alcohol y que perecerá a causa de él. Yo misma amo, aunque menos, el alcohol; por lo tanto no puedo satanizarlo. ¿Qué secretos guarda para algunas personas este elixir? No lo sé. Tampoco voy a abundar en el tema. Lo que sí es preciso decir es que nuestro Héctor, que construyó a lo grande, que amo a lo grande, que ayudó a lo grande, también festejó a lo grande. ¿Y qué festejaba? Algo simple: la vida. La amistad. El trabajo. Festejó a su familia, hasta a los más ausentes. Héctor no era sólo un hombre: fue también un gran árbol que nos regaló sombra cuando todos ardíamos.
Antonio de Montaigne dice: “si habéis vivido un día, lo habéis visto todo. Un día es igual a todos los días”.
Héctor permaneció en este mundo casi sesenta años. Así que, ¿qué no habrá visto? ¿Qué no le tocó vivir?
Sus últimos días fueron aciagos, dolorosos, injustos. Un hombre cuya nobleza sobrepasa lo humano, no merece un solo día de dolor. No merece olvido. No merece traición. No merece que la vulgaridad del dinero corrompa su entorno. Héctor González algo sabía de eso: lo tuvo todo, y cuando aparentemente ese todo se esfumaba, lo siguió teniendo todo.
Se ha ido sonriendo ante el horror del mundo. Heroico. Yo creo que su partida fue heroica ya que jamás se quejó de nada. Nunca dio muestras de hastío. Agradeció hasta el último momento la oportunidad de ser. Héctor vivió intensamente sus tristezas. Vivió intensamente sus quebrantos. Somos más que órganos desgastados por el tiempo. También somos más que un cuerpo que tarde o temprano regresa a alimentar la tierra. Hector creía en Dios, aunque frente a mí renegaba un poco por darme coba en mis necedades. Cuántas veces polemizamos sobre el tema. Dios, el cielo, el infierno. Y para no caer en un pozo sin fondo, simplemente decía que él era pragmático. Esa misma noche, la noche del “hoy no”, nos preguntamos sobre el lugar a donde van los muertos. Él dijo que al mar, que al aire, que a un lugar donde, sin el estorbo del cuerpo, flotas. Yo dije que a un lugar inventado por un artista. A algún cuadro o a alguna canción. A continuación, pedí su tableta y puse una pieza de Aute. “Yo sé que ahí, ahí, donde tú dices, el fin no es el fin, porque el tiempo jamás lleva reloj”. Ese lugar es Albanta. Y hoy que lo pienso, hoy que te has ido, creo que Albanta bien pudo haber sido una palabra que inventaras para prometernos que seguirás siendo feliz en un sitio único y maravilloso. Tan maravilloso como fue tenerte entre nosotros.
Te amo, querido amigo. ¡Salud! Y que chingue a su madre Vergara
