La Loca de la Familia 
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

Hace unos días, en plena Semana Santa, regresé a un palenque después de años de no ver una pelea de gallos. Era un palenque modesto, de pueblo, en el que los juegos de números se hacen todavía con bolitas de pasta y no mediante pantallas digitales. Entré al palenque no tanto por mí, sino porque mi hija ya se estaba aburriendo de dar vueltas en la feria. Una feria pequeña que oferta más fritanga que juegos o espectáculos. De pronto, detrás de la parroquia, vimos a un corro de sombrerudos que entraban por una puerta pequeña cargando unas lindas cajitas de madera. Decidí aventurarme. Entramos y tomamos asiento en una de las gradas elevadas que conforman esa especie de arena donde los gallos son puestos a pelear para beneplácito de los apostadores. Mi hija, que no tenía la menor idea en qué consistía el espectáculo, estaba emocionada y nerviosa. En lugar de decir “pelea de gallos” le comentó a sus amigas vía WhatsApp que estaba apunto de presenciar una “guerra de gallos”. Entonces por mi mente pasó la imagen difuminada de una auténtica guerra de gallos, es decir, dos bandos de gallos que al ser soltados por sus respectivos dueños correrían los unos hacia los otros con la finalidad de golpearse hasta desangrarse en pos de defender… ¿qué defendería un gallo si fuera a la guerra?, pensé. ¿Su derecho a rondar a la gallina ponedora más bella del reino? ¿Un espacio más grande en el corral? ¿Navajas nuevas para destrozar al enemigo? No, le dije. Esto no es una guerra, es una pelea gallo contra gallo. La niña, emocionada, vio salir los bellos ejemplares, muy distintos al gallo con el que horas atrás me había hecho una foto: un gallo quirico obeso y cobarde que huyó en cuanto le extendí la mano. No. Estos gallos eran distintos y ella lo notó de inmediato. Son gallos más esbeltos con plumajes brillantes y picos aerodinámicos, dije. En cuanto empezaron a tantear a los dos gallos con un tercer gallo que jamás entró en combate (supongo que ese tercer gallo es el más bravucón, o como quien dice un calientapollas profesional), cada quien apostó a uno. Ella eligió de inmediato al que le pareció más lindo, un gallo alto con penacho multicolor: plumas güeras y plumas negras. Lo que sea de cada quien, el gallo estaba soberbio, y por eso mismo decidí irle al contrario: al rojo: un gallo cobrizo que tenía la mirada más serena y una estatura menos aparatosa. Entonces le expliqué mi criterio a la chamaca: elijo este gallo porque no es un gallo presumido. Es un gallo fuerte, sin duda, pero no anda por el ruedo abriendo el plumaje pretenciosamente como el tuyo, el verde, que si bien sí es un gallazo, perderá por vanidoso y fantoche, ya lo verás. El mío es un gallo discreto, inteligente. En la vida, le dije a la niña, los que andan pavoneándose como tu gallo, salen desplumados por arrogantes. A veces, sólo a veces, para ganar ciertos combates, es preciso ser sutil y andarse con sigilo. Incluso parecer débil o invisible para que a la mera hora, ¡tras!, agarres al enemigo confiado mientras fanfarronea  y se distrae entre el aplauso gratuito de los frívolos. Eso le decía a la niña mientras los dueños de los gallos terminaban de acomodarles las navajas y el empresario palenquero recaudaba el dinero de las apuestas. El juego es un arma caliente, añadí. Y la niña, exultante, quiso sentir esa cálida sensación. Apostamos entre nosotras poca cosa, pero el chiste era ganar. Los gallos saltaron de entre las manos de los dueños y empezó el combate. El verde -muy sácale punta, muy entrón, muy mischicharronestruenan- le metió un llegue al rojo. El rojo se incorporó hinchado y tomó vuelo para treparse encima del adversario y rajarle el cuello. El verde aguantó. Se volvió a hinchar y embistió aleteando exageradamente. Mira, mira, le decía a la niña, tu gallo no sabe qué hacer con su miseria y ahora se esponja  para parecer más fuerte, pero ya está muerto. Un chorro de sangre carmín manchó la arena ocre. Los gallos se volvieron a acercar y el verde picoteaba como loco al rojo, que ya estaba herido, pero no moribundo. Una vez más, el rojo atacó con precisión quirúrgica: un saltito oblicuo en el que la navaja le entró al verde en el cogote, y listo. ¡Adiós, Nicanor! El verde clavó el pico en la arena y su garbo desapareció mientras expiraba. Cobré mi apuesta y miré el rostro decepcionado de la niña. Su gallo, el gallo mirreyesco, había caído bajo las garras del gallo modesto. ¿Ya viste que no hay que confiar en los guapos?, dije. Ella, 15 años, me volteó la cara como diciendo: “ay, esta señora quiere darme consejos morales”. No entendió nada. Por ahora. Pero ya lo entenderá cuando le salte un gallo que se desplume al primer arañazo, un gallo que clave el pico a la misma velocidad con la que antes paraba el culo.

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