La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

A Carlitos

Mi querido amigo Carlos Sánchez Castañeda dice que la panza es estatus. Lo dice siempre esbozando una sonrisa muy pícara en aras de hacer sentir bien a sus colegas de vientre generoso. Yo no sé si la panza dé estatus, pero lo que sí sé es que, al menos en los hombres, la barriga los dota de cierto sex appeal que no poseen los flacuchos. Un hombre flaco, un hombre sin tripita, despierta la más profunda desconfianza. Al menos a mí me genera cierto resquemor porque la carencia de guata puede estar estrechamente ligada a la carencia de varo y a la carencia de pasión por la comida y a la carencia de esa dosis de desparpajo que requiere un hombre para seducirme. Todas mis parejas han tenido sus botijas. Algunos más grandes, algunos más pequeñas, pero siempre panzas felices. Panzas que se han ganado al prolongar el placer del taco y la tostada. Panzas que surgieron luego de largas jornadas de vodka y caguamas. Panzas peludas o panzas lisas. La panza, aunque parezca un ente autónomo, debe ser controlada por la boca del panzón, ya que si no la controla se desparrama y puede crecer tanto que, de pronto, a esa panza nodriza le nacen panzas alternas y eso sí es desastroso, pues un hombre con más de una panza deja de ser sexy y luego uno ya no encuentra lo que tiene que encontrarles bajo la breve panza y es terrible. La panza que da estatus es una panza hasta cierto modo cuidada. Una panza querida y cultivada pacientemente por su portador. Una panza que no bote los botones de la camisa. Una panza simpática, pero también misteriosa. Esas son las buenas panzas. Las panzas que se rebelan al yugo del cinturón y del establishment. Yo no quiero un hombre que tenga menos panza que yo, como tampoco un hombre que tenga las cejas más depiladas o el cutis menos cacarizo que yo. No. La panza masculina es, aparte, consuelo para las imperfecciones femeninas. La mujer que tiene a su lado a un panzón se siente más cobijada que la que tiene a lado a un tipo con abdomen de Hércules. Las panzas masculinas son un remanso de paz en la alcoba. También a la hora del sexo es mejor que a la pareja le salte más el bofe que a una. Porque una también tiene su bofe, al menos que nos dediquemos al fitness y a la bulimia. Las mujeres sufrimos más nuestras tripas, oh sí. No es lo mismo que el hombre se oculte la guata tras una chamarra o una camisa holgada, que una mujer ande con la barriga expuesta como si trajera un brazo cosido a la cintura. Yo he tenido varias etapas de barrigona, aunque la barriga que me crece es pequeña y sobreviene casi siempre de los infiernos de la colitis. Cuando se tiene colitis crónica se debe tener a la mano una serie de prendas que te cierren cuando aquello se inflama. Es incómoda la barriga con colitis porque su génesis no viene de una dotación de ricas tortas o pozoles de cabeza. La panza de colitis es el horror de las enfermas porque duele. Una panza voluntaria obtenida a largo plazo por la vocación al suadero, al cebo y al bolillo se porta con dignidad y estoicismo. No así la panza de colitis. La barriga picuda que crece en cuanto el estrés se apodera de nosotros, es la panza más triste entre todas las panzas porque es inmerecida, es gratuita, es una puta panza (o un panza puta) que se desinfla cuando controlamos nuestros cerebros neurotizados y no más. Hace unos años me dejé crecer la panza como cuando uno se deja crecer el pelo. La vi nacer, crecer y reproducirse al son de un exótico tour a los puestos más insalubres de chalupas y cemitas. Cómo amaba yo mi pancita. La amaba porque sabía que un día tendría que matarla, así que mientras duró, la amé como a pocas cosas. Me ponía vestidos más holgados y la dejaba libre entre las telas, y al bailar, la tripilla trepidaba eufórica al ritmo del tambor… hasta que un buen día me harté de que acompañara a todos lados. Un día la odié porque, al ponerme un vestido entallado, parecía una reata con nudo. Y la gente ojeta que no ama las panzas buenas se burló de ella y ella se sintió mal y se recogió para sí causándome un dolor del alma y en la espalda (por tanto sumirla). Entonces me despedí de ella no sin antes rendirle los honores correspondientes: la mimé con un festín de Nutella y merenguitos. De helado y plátanos fritos. Acto seguido, la miré de reojo y le dije adiós. En ese momento maldecí a mi sexo. Odié ser mujer porque en el fondo soy una panzona de closet, sin embargo, sé que esa despedida no será eterna. Ya vienen los cuarenta años y con ellos sé que la tripa, como el ave fénix, renacerá de entre las cenizas y podré justificar su resurrección como la justifica mi adorado amigo Carlitos: la panza, señoras mías (enemigas mías): la panza es estatus.

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