La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
La memoria es un extraño. A veces falla, otras acierta. Casi siempre se auto inmola.
Pero en tiempos del Facebook, la memoria es obligada a ponerse en marcha queramos o no.
Antes uno recurría por voluntad propia a sus recuerdos cuando nos hacían falta. Íbamos, por ejemplo, a la casa de la abuela o de la tía solterona a beber licores y a tomar esos viejos libracos llamados álbumes fotográficos y pasábamos horas combatiendo al olvido.
Ahora despertamos y de inmediato tomamos el celular para comprobar que el mundo es redondo y sigue dando vueltas. Los amorosos esperan encontrar el primer mensaje de amor de aquel o aquella que obra el milagro de que ese mundo que da vueltas sea un mundo menos hostil.
Luego, con un café en la mano abrimos el Facebook. Pasamos el dedo por la pantalla en busca de noticias: el muerto del día, el atraco del mes, la imprudencia del gobernante, los errores del Estado, uno que otro meme que nos saque la risa más imbécil y forzada d la jornada. Y sigues como autómata forzando el túnel del Carpo con tal de recorrer todas las líneas del tiempo posibles. Y encuentras una nota inundada de esa pestilente autoridad moral que presumen lo medios de comunicación en donde condenan tal o cual acción de un secretario que no se mochó con los periodistas y por lo tanto es lapidado desde una tribuna sin derecho de réplica. Sigues. El próximo link te lleva a descargar una fake news cabeceada así: “maestro de tele secundaria les enseña a sus alumnas a bajarse por los chescos”.
Y en medio del manantial puntual de basura inorgánica que genera el internet, brotan imágenes del pasado. “Hace un año estabas haciendo esto o aquello”, dicen los algoritmos.
¿Qué es esa mancha negra que flota en el océano?
No es un virus, por supuesto. Eras tú. Tú desenfocado. Tú difuminado.
Facebook me recuerda que hace ocho años estaba encargada de la recepción de un hostal en Playa del Carmen.
Me presenta una foto reveladora. ¿Cómo y quién era yo en ese entonces?
Diez kilos más. Tres tonalidades de prieto por arriba del siena. Rapada a lo “sargento”. Lentes morados en la noche para despistar al enemigo de la tacha. Arete de pasta. Playera robada a un amor exprés australiano. Shorts oversize que encontré botados en la habitación abandonada de una yonqui danesa. Al fondo, un muro adornado con fotos que imprimí con los compas más pinches locos del hostal. Llaves de todos los cuartos. Folletos de tours. Palmeras pintadas en la pared. Una computadora en donde todo el sacrosanto día musicaliza el desastre y aumentaba cifras para quedarme con los cambios. Del otro lado del escritorio, donde mi ex yo estaba trepada sin pudor cantándole al perro negro de la depresión redomada, está Andrea. La chica que más me quiso. La chica que nunca besé en el baño del Mandala. Mi siamesa de alma. Andrea amaba a las mujeres más de lo que yo amaba a cualquier hombre.
Andrea lleva lentes oscuros también. Enormes espejos negros. Dos manchas flotando el océano.
Cada que alternábamos el turno, nos escapábamos al “ Jelly Fish” para meternos tres shots seguidos de ronmiel. Una bebida congelada que nos noqueaba un par de horas por la módica cantidad de diez pesos. En el “Jelly” había también una vieja mesa de billar que fungía como el escenario perfecto para jugarse la cuenta, que como iban pasando los días, se hacía más gruesa.
Esa foto que hoy no es más que la persistencia del pasado, fue tomada por Matt. Un inglés con tatuajes espectaculares que algo sabía sobre el opio y el grupo de Bloomsbury.
Matt fue mi hermano mayor. A veces nos tocaba compartir no sólo dormitorio, sino cama. Una cama individual (planta baja de una litera) cuyos vecinos de arriba eran un par de austriacos que se conocieron en Mamitas y vivían una fogosa luna de miel sobre nosotros. Matt y yo nos acomodábamos de tal forma que por ahí no penetraba un solo filo de deseo. De todas formas, cuando dormíamos juntos era casi siempre a punto del amanecer.
Matt volvió a Londres y yo volví a Puebla poco después de haber tomado esa foto. Andrea sigue en Playa del Carmen.
Nuestra familia disfuncional se desvaneció con el tiempo.
Nunca pagué las cuentas pendientes en el Jelly Fish.
