La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
I.
No sé mucho sobre la ludopatía, sin embargo, supongo que cuando uno sube su apuesta es para quebrar al oponente. Tengo varios conocidos adictos al juego. Van a la mesa del casino para ser medianamente felices. Con ese tipo de felicidad que sólo otorga la adrenalina. Van con la única plata que les sobra para “medio irla pasando” y confían que la suerte les aseste un buen golpe. Se concentran en su juego más que en cualquier cosa que haya fuera: ahí, en la mesa de apuestas, los rostros de sus hijos se difuminan y se pierden con la estridencia de las máquinas tragamonedas.
Hace unos cuantos años, un pariente se voló la tapa de los sesos porque estaba endeudado hasta el cuello. Sus últimos días fueron un infierno dantesco a causa de la persecución que sufría por parte de los acreedores, pero más que preocuparle el tema de las deudas, lo que lo llevó a matarse fue la imposibilidad de seguir jugando. El juego se había vuelto todo para él. Se despertaba en las mañanas pensando en la sacrosanta hora en la que se treparía en su carro (que luego perdió en el Black Jack) para tomar una carretera rumbo a la quiebra. Lo que su enfermedad no le permitió ver fue que la quiebra monetaria era poca cosa a comparación de la bancarrota emocional.
Mi pariente perdió en el casino no sólo su casa, sus relojes y sus negocios. En el momento que se puso la pistola en la boca, se perdió la oportunidad de ver nacer a su primer nieto.
La familia quedó devastada cuando al medio día, mientras tomaban un brunch, vieron por televisión la imagen de un cuerpo que había sido hallado en un parque cercano. Sus hijos voltearon al aparato por mero morbo para descubrir segundos más tarde que en esa imagen, que nada tendría que ver con ellos, se asomaba bajo un sarape el zapato italiano de cabritilla de su padre. Porque eso sí: el pariente no se jubiló de la vida con cualquier trapo. Decidió que el atuendo para ir a tocar las puertas de San Pedro debería ser digno. Lo más digno posible. No fueran a pensar en el cielo que era una víctima vulgar de un mal golpe de dados.
II.
Otra parienta perdió la vida por amor.
¿Ella qué culpa tenía de ser tan apasionada?
Rosy era tremenda mujer: caderas anchas, cabello negrísimo, sonrisa encantadora.
Simpática como pocas. Y esa misma simpatía la llevó a convertirse en el objeto del deseo de muchos hombres. ¡Cuántos hombres deseaban a esa mujer!
En mi pueblo decían que era una de las hembras más bellas. Ella lo sabía y aprovechaba las bondades de esa belleza para sacar provecho. No. No era puta. Tampoco era putísima, como los maledicentes murmuraban. Simplemente era buena comerciante. Comerciaba con su mejor materia prima. Pero llegó el día en el que dejó el comercio y se rindió a sus apetitos. A Rosy le encantaba el sexo y punto. Era una mujer vigorosa e insaciable. No hacía daño a nadie. Ni a ella: porque putear era su vocación y la asumía con fe.
Pero no faltó el día en que su vicio la llevó a caminos extraños, llenos de gente extraña.
Rosy nunca dejó el vicio. A Rosy le cerraron los ojos y las piernas para siempre una tarde de domingo mientras todos estábamos en una fiesta a la que ella no pudo llegar.
Rosy era un animal de sangre caliente. Ese fue su Waterloo. La mataron a sangre fría.
III.
Hay gente adicta en todos lados: adictos al alcohol, al tabaco, a la coca, a las tachas, juego, al sexo.
De todas las anteriores he probado casi todas las anteriores (por qué negarlo). El alcohol me seduce, pero que he visto tan de cerca la devastación que lo respeto como se respeta a un padre estricto o como se le teme a un tirano dictador. El tabaco, chin, es (como decía Frank Zappa) mi vegetal favorito. La coca me causó sentimientos adversos: me parecía grotesco meterme un polvo nauseabundo por la nariz, pero llegó a gustarme su efecto vigoroso (ganó el repudio y finito). La tacha fue un pasaje onírico permanente que terminé esparciendo en el mar. ¿El juego? Para mí lo más serio es el juego y el juego es lo menos serio, por lo tanto, es lo más innecesario. Del sexo puedo decir que sólo me llena si es con alguien transparente. Ya lo dijo Joni Mitchell (gran adicta a mil chingaderas) “el amor son dos almas tocándose”. Por eso siempre he dicho que prefiero un buen Rib Eye a una mala cogida. Unas bocanadas de aire a tener que salir huyendo después de un revolcón.
Mea culpa: después de vivir tanto y de haber visto cómo se desatan los demonios por rendirse al vicio, me quedo con aquello que Kant consideraba el más sublime de los placeres: la sabiduría. ¿Pero acaso no hay que vivir, caer, romperse, coger y volver a inventarse para conseguirla?
Kant no se equivoca, pero, no jodas, Kant… la cosa no es tan fácil.
