La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

Pasan los años y las dinámicas de poder doméstico siguen arrastrando a los más indefensos.

Nos separamos de aquellos que una vez juramos querer, y a la hora de la repartición de los panes, la justicia se pandea a favor de la “presunta” víctima.

Érase una vez la pareja (ni tan pareja). Y la pareja dio hijos. Y los hijos crecieron. Y los amorosos ya no lo fueron más. Ahora se odiaban. Llegó la hora de separarse. Salieron los blocks de remisiones. Cuentas por cobrar: “tú me hiciste, tú me debes, tú me pagas”.

Érase una vez los hijos. Y los hijos no tenían por qué saber que sus padres eran enemigos. Ellos qué culpa. Antes se amaban. Ya no. Y ellos, lo hijos, serían el gran pretexto para cometer mil y un arbitrariedades. Y los hijos ni siquiera sabían qué carajos era esa palabra.

Érase una vez la guerra. La madre es despojada o el padre es despojado. Y la madre despojada fue despojada por guarecerse en  los sentimientos de culpa. Y el padre fue enviado al patíbulo. Bonita costumbre de no ver más allá de nuestro ombligo. Y en la guerra había un bando más débil. Y el bando más fuerte fue debilitado por el otro por una simple razón: el débil tomó algunos rehenes.

Érase una vez los rehenes. Y los rehenes no eran otros más que los hijos. Bárbara costumbre de llevar a límite la estupidez en aras de ganar algo que siempre estuvo perdido. Ellos, los rehenes, quedaron en medio de la línea de fuego. Y sufrieron pestes, hambruna y frío.

Érase una vez el frío. Y el bando debilitado no tuvo campo de acción porque lo tenían atrincherado. El pelotón de fusilamiento estaba listo para disparar. Y el condenado a muerte tenía derecho a hacer una sólo petición.

Érase una vez  ¿el perdón? ¿Y quién se cree con derechos de juzgar?  Y el “perdón”  no llegó hasta que el condenado a muerte fue desangrado (o desangrada). Y los rehenes no sabían qué carajos pensar porque, sin saberlo, los dos bandos (que otrora fueron sus amorosos padres) habían llegado a una tregua poco afortunada.

Érase una vez una mujer, o un hombre (o una mujer y un hombre) que pelean de país a país algo tan vulgar y tan vacuo… dinero.

Érase una vez el dinero. Y el dinero amortiguó los golpes. Y subsanó culpabilidades.

Y en medio de los dos frentes, los rehenes. Los hijos que la madre herida pone como escudo. Los hijos que el padre agraviado tarda años en recuperar.

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