Figuraciones Mías

Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

No es nuevo que se hable de personajes que han trascendido el gusto popular y han alcanzado el rango histórico de nuestra simbología nacional. Pueden nombrarse una buena cantidad de estos casos, pero para nuestra historia de la música popular y el cine mexicanos, Pedro Infante es la mayor referencia. Actor, cantante, imagen de la masculinidad icónica en nuestra cultura predominantemente machista y ejemplo de al menos tres generaciones que imitaron desde el modo de abrir la puerta de la cantina, hasta el modo de conquistar a las mujeres. La imagen de Pedro Infante, es innegable que ha circulado en el imaginario colectivo como una presencia perenne e innegable.

Intérprete innato y actor natural en el que se reunieron además de la gracia y la simpatía, un talento avasallador que fue muy bien aprovechado por las estrategias publicitarias de la época hasta lograr darle un posicionamiento integral en el imaginario, no sólo en México, sino en todo Latinoamérica.

A la fecha no hay persona medianamente informada en México que no esté enterada de quién es el “ídolo de Guamúchil”. La fama del cantante, llegó a convertirse en un ícono que sembraría una manera de ser en los jóvenes de estas generaciones que lo admiraron más de cerca. Pedro Infante fue una imagen que yo vi en el cine de mi pueblo y escuché en la radio de los años de mi niñez. Recuerdo que con mis amigos jugábamos a Pedro Infante y Luis Aguilar, como si aquellas imágenes, fueran un nuevo juego. Nos vestíamos para cantar, para montar caballos imaginarios y para actuar ante una cámara la tremenda emoción del juego de vivir en la pantalla y vernos como aquellos hombres de los que creíamos que vivían en un mundo perfecto, lejano e imposible para aquellos niños que fuimos. Pero lejos de que el juego se quedar en una fantasía, el contenido de aquella mitología nuestra, iba hasta otras latitudes de la vida ordinaria del pueblo, porque nosotros veíamos a nuestros cercanos (por lo regular jóvenes mayores, hermanos, primos y muchachos del pueblo) cómo iban peinados con su picacho como el cantante y como buscaban esa imagen fundada por Pedro Infante, Javier Solís, Jorge Negrete, Luis Aguilar y en el caso de las mujeres, claramente buscaban parecerse a Irma Dorantes y a Lilia Prado. Los domingos era rigor de la costumbre, dar la vuelta en la plaza y aquello se llenaba de Pedros Infantes y esa fantasía en la que se tejía toda una mitología viviente entre los conocidos que daban la vuelta soñando en el amor y las películas que seguían pasando por la pantalla del Cine de Albino, el Cine del padre y el de mi tío Tito, pero sobre todo, en los deseos de los jóvenes que soñaban en grande.

Aquí lo asombroso es la efectividad de la influencia en una comunidad que soñaba con ser igual al ídolo, o al menos parecerse y habitar una identidad segura, cómoda, hermosa y sin riesgos de quedarse fuera de lo que los demás autorizaban bajo esas reglas de la apariencia de actualidad. Pero esa manera de idolatrar imágenes –que siempre ha existido– no se detuvo en la apariencia, el vestido, el modo de caminar, de sentarse, de fumar y de mirar, sino también abundó, sobre todo en la educación sentimental, en los modos de amar y manifestar el odio, la venganza, la rivalidad, etc. Pedro Infante nos enseñó a amar a las mujeres, y a las mujeres, a ser amadas por alguien así, en el modelo machista que han crecido generaciones que a pie juntillas imitaron siguiendo el modelo pedroinfantesco de la serenata, la borrachera por despecho, la cantina, el caballo y una valentía que raya en la vulgaridad.

No debo dejar de mencionar la aberración que el cine mexicano de la llamada “época de oro” –debidamente obedeciendo a una mentalidad de la clase alta– llevó a Pedro infante a interpretar “Tizoc”, el denigrado indígena que caminaba como gallina espinada y aparecía como el imbécil, ignorante y bajo una sumisión que más hablaba de los deseos esclavistas de la clase en el poder que hablar de los sentimientos y creencias verdaderas de los indígenas mexicanos. Un insulto al mundo indígena fue esa película, en el afán de explotar a un actor que todo lo que hacía, lo convertía en oro para las empresas ya de por sí enriquecidas

Con el tiempo y la incontenible expansión de los medios de comunicación que hoy han llegado al colmo y a una especie de parálisis informativa, esa manera de influir en la vida de la gente, se ha diversificado con tantos “ídolos” y con una innumerable pléyade de imágenes a las cuales seguir, que se vuelve complicado analizar, sobre todo por la diversidad y el tumulto. Sin embargo, aquella imagen de Pedro Infante, persiste e influye de una manera más compleja, tal vez en la nostalgia, pero sigue siendo aprobada y admirada por el público joven, aunque la manera, sea distinta y se mire con menos ingenuidad, pero sin disminuir la afición a esa figura –aún imitable– del gallardo hombre que todo lo puede, que todo lo ha de vencer y todo ha de sucumbir a su paso. Y es que basta con mirar a los jóvenes los domingos en los pueblos en los festejos de cerveza y jaripeos. No hay diferencia de las películas de Pedro Infante, salvo que se ha cambiado el caballo por la camioneta, se cambiaron las viejas pistolas, por otras armas más sofisticadas y al alcohol, hoy se le agregan las más diversas drogas. Pero en esencia el ejercicio machista, es el mismo y aquella imagen, fue el origen de su influencia.

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