Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Cuando la poesía llega a la vida de un hombre, este se convertirá en propiedad suya y será el único instrumento para su revelación y el ejercicio de su creación, que es lo que la mantiene viva. Y la poesía asomará con su palabra en la escritura de aquel, que ya es territorio del juego que ha comenzado desde su llegada a la tierra humana, donde se manifiesta en la claridad de aquel que ha convertido en súbdito, es decir en su poeta.
Borges decía que es un “ajedrez misterioso la poesía, cuyo tablero y cuyas piezas cambian como en un sueño y sobre el cual me inclinaré después de haber muerto”. Sentencia pretenciosa y ferozmente cierta, cuando se escriben esas imágenes que se mezclan y se esfuman igual que vuelven en los sueños y la vigilia, pero sobre todo, cuando quien escribe, ve llegar imágenes que la vida fue dándole como piezas de un juego, donde juega la vida.
Escribir poesía es la guerra entre la memoria, las palabras, la imaginación y la preocupación por el mundo en el que el poeta vive. Y el ajedrez –con lo que Borges hace el símil– es la representación de la guerra. Y es que escribir la poesía, nada tiene de suavidad humana, ni de “lindo” como han creído los que no la leen y la desprecian. Escribir la poesía, tanto como leerla, significa mirar con alegría y horror en sus espejos, lo que somos y hasta lo que los demás pueden llegar a ser o han sido.
Misterioso el juego de la poesía, porque es juego siniestro e inocente a un tiempo. Misteriosa la guerra en la que un hombre vive escribiéndola y siendo “territorio de demonios” como lo creía Czeslaw Milosz. Mucho se ha creado la imagen del poeta como una víctima de la pobreza, de la soledad, de los maltratos sociales, del desprecio de su tiempo y como se ha visto hasta el cansancio, desde el poder, se les ha llegado a otorgar el título de “parásito social”, como se le otorgó –además del Nobel–, a Joseph Brodsky. Y sin embargo la poesía germina por sobre todas las cosas y contra todos sus enemigos voluntarios e involuntarios. Contra todo se ha escrito poesía a través de la historia y en las distintas épocas, la poesía ha guardado las facciones del espíritu del hombre, el rostro del alma humana y la mirada de la imaginación, la sensibilidad y el pensamiento de los hombres.
Su arma y sus balas han sido las palabras, las palabras mejor reunidas, como deben reunirse en cada poema hechos con la música y la exactitud armónica del verbo. Y la poesía se hace presente en la marcha de cada tropel de palabras, porque son ellas las que dan cuenta en los poemas, de lo que los poetas vieron pasar de cerca para nombrarlo, para celebrarlo, para reconstruir y sanar las heridas del mundo que les ha tocado vivir. O al menos –con su canto– lograr que el mundo sea un sitio donde la razón y la verdad sigan vivas.
Y ante este alegato, cabe preguntarse ¿Qué es la poesía? ¿Qué fuerza indómita es –como la llama mi amigo Efraín Bartolomé– esa Diosa que captura a los hombres dotados para nombrar y cantar las cosas en el mundo e irremediablemente hacerlos sus cortesanos? También debemos preguntarnos sobre lo que significa la poesía en nuestro tiempo y cuál es su acción en el alma de los hombres extraños de este anegado presente, inundado de palabras destinadas al basural de las redes sociales y espejismos que de ellas derivan.
¿Qué es hoy la poesía y a qué destino se aviene su esperanza de permanecer como un territorio humano necesario? ¿Cuáles son sus nobles servicios y la utilidad de la poesía en el alma de los hombres sin alma de este tiempo? Las respuestas no vienen de inmediato, pero sostengo que responderlas no corresponde a los poetas, sino a los que se empeñan en exiliarla de la patria, aniquilar sus efectos y omitir la viveza que corre por las venas de la verdadera poesía.
¿Y qué es la poesía entonces, cuando la dejan morir en cada esquina del tiempo? ¿Para qué los poemas en las manos de los que no oyen su canto de caracol henchido frente a su vida sorda?
Escribir poesía, nos enseña a mirar y con ello, a saber qué significa esa hechicería del corazón de un hombre que puede comprender las cosas que pasan ante su mirada y bajo un vidrio transparente. Escribir poesía nos hace lograr la paciencia para mirar y amar las piedras sobre las que se camina y reconocer el aire que arrastra la vida de los hombres hacia los destinos más claros, porque la poesía es claridad, y no otra cosa. En el ejercicio de la poesía, quien lo practica, se permite caminar mirando dónde se da cada paso para no caminar a tientas, como camina el ciego o como aquel que camina en lo oscuro sin atinar a su verdadero camino.
La poesía se sirve y sirve a los hombres también para que puedan llorar por el mundo, para que con la humedad de las lágrimas, puedan hacer los poemas que buscarán que la vida y el mundo se comprendan con sus desgracias y desde ese lado triste y sin remedio, al que también los hombres van llevando al mundo en el conocido ejercicio de la devastación y la muerte. Y la poesía también es testimonio de las catástrofes y los asesinos en ese mismo acontecer suyo, como el juego misterioso que deja huellas grandes, y que pocos, muy pocos quieren ver de frente.
