Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria

Yo vivía en la creencia que allá, detrás de la montaña que veía desde el patio de mi niñez, se acababa el mundo. Pronto supe que no era cierto, pero recuerdo mi creencia y el zumo del recuerdo con delicia. Mientras vino por primera vez esa remembranza, estaba sentado en un cafecito del Acueducto. Y por alguna razón que no suelo buscar explicarme, vino aquella imagen y me subí en ella, como quien se sube a un barco que bien conoce. Navegué. Esa creencia me sucedía en el momento en que de pie, bajo la fronda de un memorable árbol que vivía en el patio, solía mirar la montaña azul y hacerme preguntas y más preguntas sobre el fin del mundo, el mar, el cielo, la distancia, el vuelo de las aves y el misterio que lo era todo en esos días hermosos. Y mi respuesta era determinante. Detrás de la montaña –llamada “La Leonera”– ya no había más, e imaginaba que aquello era el vacío, la nada, algo así como lo que lograba verse al mirar el cielo y hacia allá –yo estaba seguro– la tierra se había acabado. Pero eso no sucedía, si miraba en sentido contrario, porque sabía que para aquel rumbo estaba Zacapu y más allá Zamora y por supuesto, aún más allá “el norte”, donde vivían muchos de mi pueblo. En consecuencia, yo sabía que hacia el otro polo, había lugares reales y sabía que hacia aquella lejanía, el mundo tenía continuación, hacia allá, estaba el resto del planeta. Pero hacia la Leonera, se acababa todo. Y yo que vivía allí, por lógica, estaba viviendo en la orilla del mundo y nadie me lo había dicho. Pensaba en todos aquellos que se habían derrumbado hacia el abismo y llegué a imaginar muchas veces, que los animales de don Lupe que pasaban con ese rumbo, por corrían el riesgo de irse por el voladero, directos al fin del mundo y desaparecer para siempre, pero eso no sucedía, porque todas las tardes pasaban las mismas vacas, incluyendo a “la guayaba”, una vaca amarilla, que era la que más leche daba. Un día alguien me demostró que el fin del mundo estaba más lejos, en otras montañas, en otros abismos. Nunca supe cómo, pero aquel mito se fue disolviendo hasta saber que de aquel lado de “La Leonera”, donde estaba seguro que se acababa el mundo, estaba Morelia, la ciudad a la que más tarde, yo iría –no con una entera voluntad– a vivir. No terminaba el mundo, comenzaba para mí otra historia.

Pero hoy el recuerdo vuelve a esta noche en que escribo mi columna y parpadea como una brasa, palpita en esta nueva noche en la que debo escribir, en la que doy palos de ciego y pienso en lo perdido. ¿Cuántas cosas se pierden en las ausencias? ¿Cuántas más se pierden, dejando pasar el tiempo sin hacer lo que quisimos? Se pierden las cosas de la vida, se pierden como objetos que fueron extraviados y se nos olvida que los perdimos y nunca más volvieron, salvo en las barcas lentas de las palabras. Y si acaso llegan a volver, esos recuerdos son briosos. Son aves rápidas, peces ligerísimos, animales que pasan en el aire y el agua del instante y puede ser que se marchen, o como animales muertos, se queden a engañarnos y hacernos creer que el tiempo ha vuelto. Otras veces, la mejor arma para retenerlos un momento más, es la paciencia y si acaso se logra dejarlos un poco más con nosotros, será en la contemplación, para que en los ojos se graben y el tiempo perdido, melle sus filos.

Muchas veces –no debe negarse–, hay recuerdos que vuelven con frecuencia y se vuelven objetos familiares de los que se platica cada vez que hay ocasión y se gozan riéndose entre los que suelen reunirse a recordar. (¿Por qué nos reunimos a reírnos con los recuerdos, como si aquellos hubieran sido simpáticos errores de la inexperiencia? ¿Por qué será que las familias disfrutan reírse de aquello que era bello y nunca se habla de la oscuridad de los recuerdos? Por suerte no me quedé creyendo que allí tras la montaña, se acababa el mundo y aquello no se volvió ominoso en mi vida, porque nunca supe que alguna vaca o alguno de mi pueblo se hubiera perdido por ahí.

La necesidad por recordar lo vivido, es una sed más de las que tenemos todos los días.

Ahora que el recuerdo vuelve una vez más y sin aviso, luché porque se quedara un poco más conmigo. Y llega ahora que estoy en la Ciudad de México y disminuye un poco su importante significado (en esta ciudad es natural que disminuya el valor de las cosas esenciales). La noche es alta y el hotel silencioso. La ciudad desaparece y el silencio es un reptil en el piso oscuro de esta habitación donde hoy escribo. Vibran palabras que no encuentro, hacen ruido detrás mío, pero no están donde las busco. Son desobedientes como siempre han sido. Las palabras huyen si las invoco, y si las ignoro, suben por mis pies con el domado disfraz de jugar a ser silencio y quedarse mirando allí, en la página en blanco, sin mirar nada, como si nada importara. Y no importan las palabras que no se necesitan; pueden morir, o simplemente abrir la puerta y con el cascabel de silencio que llevan atado a la cola, marcharse. Pero volverán, como los recuerdos vuelven; han de regresar y serán necesarias. Nadie sabe cuándo.

Así vuelven las cosas que viven en la memoria, aunque hay también cosas, que en la memoria ya han muerto y nunca nada las devolverá, ni en palabras, ni en imágenes. Serán como las cosas que no existieron.

Me quedo con el significado de haber creído que yo vivía en el fin del mundo y con lo que será un recuerdo hermoso de esta noche hermosa y me basta.

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