Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11
Anoche no dormí, pasé una madrugada terrible. Ustedes no están para saberlo pero tengo 26 años, no soy muy viejo, o lo que más importa cuando se tocan estos temas, no me siento viejo. Vamos, no estoy nisiquiera en esa edad en la que uno deja de asistir a las reuniones de generación por miedo a descubrir que es un fracasado, estoy, todavía, en ese punto de la vida en el que puedo reivindicarme y hacer algo bueno con ella, no sé, regresar al aula y estudiar una carrera seria (Derecho o Administración) y dejar de hacer el tonto escribiendo -o al menos intentándolo-.
Lo del insomnio comenzó mucho antes, cuando se me ocurrió tomar un scooter de esos que sirven por medio de una app y que van apareciendo como huevos de pascua por las calles. Fui feliz por un rato rondando por calles con nombres de escritores y filósofos; anduve por Hegel, Lamartine y Dumas, enfilé a través del camellón de Horacio y el viento levantaba mi fleco dramáticamente a mi paso por Homero, Masaryk y Lope de Vega. Me sentí niño otra vez. Como había llovido toda la tarde el pavimento estaba empapado, pero aún así ignoré mi sentido de alerta cuando las ruedas resbalaron advirtiéndome que el suelo estaba como mantequilla.
Seguí rodando sin problema y con mucha audacia, pero justo al llegar a la calle de Edgar Allan Poe, el suelo y las ruedas dijeron: Nevermore!
Caí con todo desparpajo. El scooter salió volando y se detuvo a unos diez metros, yo rodé sobre el pavimento y quedé a tan solo unos pasos de él. Era oficial, había hecho el ridículo. Un paseante que deambulaba por ahí y que se enteró del pequeño accidente, se acercó y me dijo con acento capitalino: ¿estás bien, hermanito? Recogió el patín y me tendió la mano. Sí te caíste feo, bro. ¡No me digas!, pensé.
Con lo que me fastidia que me digan hermanito, brother, amiguito, brodersito y todo lo que suene a esa confiancita de la que los mexicanos somos tan fanáticos. Pobre hombre, qué culpa tiene él de mis aversiones, fue bastante solidario, uno siempre lo es cuando alguien hace una estupidez. Hasta me recogió el celular, que también había salido disparado. Le di las gracias, me levanté y me fui como si nada, dejando mi dignidad tirada en una calle de Polanco. ¿Será que Edgar Allan Poe me la cobró por no haber leído nunca The Raven?
Ahora ya saben que pasé una noche infame gracias a la hinchazón y dolor en partes de mi cuerpo que no sería propio describir. La caída hizo trizas a mis 26 años. Concluí que quizá ya no estoy tan joven: a mi edad mi papá ya tenía dos hijos, una casa propia y la vida resuelta.
Yo a mis 26 no tengo ni un pepino.
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Las madrugadas nunca son justas con las conclusiones, pienso mientras amanece. Salgo a caminar. No sé si sea la hora o que hoy es día de muertos, pero una soledad extraña impera en la ciudad. ¿Han visto las brasas de una fogata que ardió toda la noche? Así se siente. Hay silencio. Paso por Edgar Allan Poe y busco mi dignidad que andará todavía por ahí tirada.
Bendita soledad, bendito puente que se lleva a todos de la ciudad en estos días. Parece que hubo un éxodo, parece como si todos hubieran huido por una epidemia o por el apocalipsis. Parece como si yo no me hubiera enterado del escape. Camino en frente de la embajada cubana y me acuerdo que Lee Harvey Oswald pasó por ahí antes de hacer lo que dicen que hizo.
No hay un alma. La ciudad es mía, las calles son mías.
Soy el único hombre con vida en la ciudad.
Seguiré contando.
***
PS
Todo lo bueno de Torreón está en Durango.
