Diario de Viaje 
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11 

Primero, una historia:

 

            Fui a una comida multitudinaria en la que compartí la mesa con personas que no conocía, entre ellas, un hombre detestable con bigote. Casi siempre, en eventos como ese, hay quien se asume como el macho alfa de la mesa y los meseros son expertos en identificarlo inmediatamente. Este personaje, para pronto, es a quien le dan a probar el vino, el que da propina o al que le entregan la cuenta al final.

En este caso, nuestro pedante bigotón se asumió como tal, entreteniéndonos con anécdotas inverosímiles mientras sobaba su panza enorme y se acomodaba la corbata de satín. Un mitómano histriónico en potencia con micrófono incluido, que tenía a todos babeando con su verborrea, incluso a mí.

Llegó el vino y lo probó, sorbiendo un poco y tragando después. Se lamió el bigote. “No está bueno, tráiganos otro”, tronó los dedos. El mesero, acostumbrado a ese tipo de faroleos, le explicó con toda paciencia que era el único vino que tenían, pues no era un restaurante sino un evento al que todos habíamos sido invitados.

Hizo como si el mesero no hubiera dicho nada y nos distrajo con palabreo mientras giraba la copa sobre el mantel. Metió luego toda su nariz dentro de la copa hasta remojar el bigote y lo probó de nuevo. “Ah, ya está mejor, es que no había oxigenado. Uf, qué bueno está, está como afrutadito.” Acercó la copa a la nariz de su novia y la pobre levantó las cejas fingiendo impresión. Luego dijo, “sírvanos”.

Hubieran visto la cara del mesero.

Al final de la comida cuando ya todos estaban dispersados por el lugar, regresé a la mesa por mi suéter y vi algo increíble: el bigotón y su novia, sin saber que yo estaba mirando, guardaron rápidamente en la bolsa de ella una botella entera de vino que el mesero había dejado encima de la mesa. También una a medio terminar. Con todo y corcho. Se largaron sin dejar propina, por supuesto.

 

***

 

            Los mexicanos, sin excepción, tenemos pésimo gusto, o simplemente carecemos de él. Pero estamos bien con ello, así somos -así hemos sido siempre- y no importa, asumimos nuestra carencia orgullosamente como parte de nuestra idiosincrasia. Somos felices con luces navideñas de colores, con nuestras bardas rotuladas anunciando a Los Temerarios, con solo un foco blanco para una habitación enorme y con leyendas horrendas en los parabrisas de nuestros camiones que delatan nuestro amor por Jessica. Y de verdad, ya es tan normal que no nos damos cuenta.

Borges escribió que “lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local”, cuando explicó que la prueba más grande de la autenticidad del Corán es la ausencia de camellos. “(El Corán) fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad.”

Hay, también, los que creen que el buen o el mal gusto depende directamente de la clase social a la que uno pertenece, pero no hay mayor falacia que esa. El mexicano, rico o pobre, del norte y del sur, de la costa o de la sierra, carece de buen gusto, porque somos, en esencia, demasiado kitsch para ser verdad.

El problema aquí, queridos lectores, es cuando pretendemos tener buen gusto. Cuando fingimos saber de vinos para apantallar a alguien y luego guardar la botella porque “pues es gratis”, cuando compramos un Alfa-Romeo y le ponemos estribos para correr a toda velocidad las madrugadas en la Atlixcayotl, cuando tenemos una casa en Lomas de Angelópolis y ya no nos alcanzó para los muebles. No existe el mal gusto; el mal gusto es, simplemente, pretender algo que no somos y, sobre todo, algo que nunca podremos llegar a ser. Como esos mexicanos que en el Porfiriato querían ser franceses, como los blancos del sur de Estados Unidos que a principios del siglo XX se pintaban la piel porque querían ser negros. El problema es cuando gritamos demasiado fuerte lo que no somos.

 

¿Ya vieron la bella estatua que pondrán en el Parque Amalucan? ¿Es enorme, no? Está preciosa.

 

¿O no?

 

***

 

PS

 

No tocar el claxon al coche de enfrente. No vaya a ser.

 

 

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