Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11 

En la soledad se hacen grandes cosas. Se riegan plantas, se mira al techo, se deambula. Se leen -o escriben- libros, se terminan pendientes, se completan coches de armar y se inventan nuevas formas de comer atún; se beben botellas de vino y se miran fotos de gente que ya no vive. Pero sobre todo, en la soledad se espera, algo, lo que sea, pero se espera. Porque la soledad, es eso, una espera.

 

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            Simon & Garfunkel. ¿Les suena?

            No es una firma de abogados judíos que litiga en Wall Street y anexas; no es el nombre de un café hipster que abrió la semana pasada en Brooklyn, ni el de una librería de viejo del centro de San Francisco. Tampoco es una marca de lentes que viene de Europa y que abrió su tienda la semana pasada en Polanco, mucho menos una panadería gourmet, hija de la gentrificación. Simon & Garfunkel es el nombre de dos amigos, el apellido de dos hombres, uno muy alto y casi pelirrojo, y el otro bajito y calvo con una habilidad sobrehumana para hacer canciones. Hoy rasguñan los ochenta años. Uno -el alto- ha perdido casi la voz y el otro -el bajito-, sigue tocando su guitarra acústica con el ímpetu de un niño que rasga las cuerdas por primera vez.

Todo empezó una primavera, la de 1952, cuando Paul y Artie se conocieron en la secundaria de Kew Gardens, un suburbio de Queens, gracias a una especie de accidente. Una nevada caía violentamente y los autobuses no pudieron salir a dejar a los babyboomers a sus casas, todas iguales -con un jardín frontal y Studebaker a la puerta- por lo que los maestros tomaron la decisión de resguardarlos en el auditorio de la escuela. Para entretener a los estudiantes en lo que pasaba el mal tiempo, los maestros decidieron improvisar una suerte de concurso de talentos. Arthur Garfunkel levantó la mano para ser el primero en pasar a cantar una canción de Nat ‘King’ Cole; abajo del escenario, Paul Simon, un chico tímido que no hablaba mucho, admiraba la seguridad y la voz de aquel niño flacucho de rizos brillantes.

Después de algún tiempo, en una puesta en escena de Alicia en el País de las Maravillas  que organizaba el colegio, Paul se acercó a Artie y solo le dijo, con la vergüenza que caracteriza a los niños: “tienes una linda voz” Así fue como quedó sellada por siempre una de las amistades más grandes y famosas de la cultura popular.

Pasaron los años y después de muchos intentos y uno que otro exilio a Inglaterra, Simon & Garfunkel se convirtió en el duo más famoso de la escena musical folk de los años sesenta, al que a veces la crítica tildaba de pedante y pretencioso, por sus cuellos de tortuga y sus pose asimétrica ante el micrófono, por sus canciones austeras de armonías perfectas que hablaban de multitudes y calles empedradas.

            Eran los tiempos en que si no eras como Dylan eras como los Beatles, y ellos, los amigos de Queens, pudieron ser como los dos, tanto extravagantes en sus producciones  -como en Bookends-, como poetas redimidos que se asumían como simples piedras: soy una roca, una isla, y una roca no siente dolor y una isla nunca llora.

Pero en 1971 su amistad eterna acabó por un instante. Ambos apenas llegaban a los treinta años, aunque parecía que habían vivido cien, porque los años sesenta son un siglo aparte, cuando Paul Simon se hartó del hambre de fama que llevó a su mejor amigo, Artie, a aceptar un papel como protagonista en una película cuya filmación en México se prolongó dolorosamente, provocando así que la grabación del que sería su último disco, Bridge Over Truobled Water, sufriera un retraso importante.

Con la presión de la disquera Columbia a cuestas, Paul Simon, en su noche más larga y a la espera de que Artie llegara de Tijuana a Nueva York a terminar las armonías del disco, tomó su guitarra y compuso una de las canciones más hermosas de todos los tiempos, The Only Living Boy in New York. Un reproche elegante, una cachetada con guante blanco, una carta de amor para su mejor amigo.

 

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Ahora que las ciudades tienden a vaciarse por estos meses, pienso en qué tan solo y traicionado debió sentirse Paul Simon la noche que compuso The Only Living Boy. Sentirse solo en Nueva York debe ser lo más parecido a la espera eterna de algo que nunca llegará.

 

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PS

 

Boletos para el concierto de Resurrección conmigo.

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