Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Me habían despertado los malos sueños, es cierto, pero cuando ya estuve despierto en aquella habitación pequeña del tercer piso del hotel, a media cuadra de Avenue du Maine, supe que eran las las 4:45 de la mañana. Había poca luz, aun cuando encendí la lámpara. La ventana hablaba y no quise darle importancia, porque sé que las cosas no dejan de hablar cuando alguien las sorprende en sus cavilaciones. “Nada, Nunca nadie, No…”, decía con suavidad. No me extrañó. Seguí en la cama despierto y la ventana guardó silencio. Luego atendí los remotos ruidos de la ciudad y la ventana dijo: “Nada, Nunca, Nadie, No…” Había despertado por aquel sueños en que la mujer que amaba estaba lejos y algo me dijo que lo suyo no era amor.. Desperté ante lo insoportable de aquella revelación. En el sueño, era un monstruo el que me lo decía, un monstruo amable, que lanzaba su teoría contra mi cara y mi reacción era perseguirlo. Y lo llamaba “mentiroso”, lo maldecía hasta que lograba alcanzarlo, tirarlo al suelo y luego con las manos al cuello, hacerlo escupir de nuevo, aquello que me había dicho. Me repitió. Y su frase final, al borde de la asfixia, era: “Nada es amor, Nunca serás amado, Nadie te ama, No esperes el amor…” Allí estaban las palabras que la ventana repetía, aunque sólo las palabras con N. Entendí no sé qué, pero entendí que las palabras mencionadas estaban en voz de la ventana.
La ventana siguió callada hasta que le pregunté por aquellas palabras que había pronunciado. No dijo nada y se dio el cerrón. La miré a los ojos, le repetí la pregunta y se entreabrió. Dejó salir pájaros y permitió entrar la tenue luz de la alborada.
Tomé el cuaderno, lo abrí en la página seis y anoté aquello. Escribí: “Con la poca luz del fin de la noche en París, oigo como la ventana habla suave.” Repetí las palabras que la ventana dijo y puse comillas. Cerré el cuaderno. Era el principio del día en aquella ciudad, de la que momentos más tarde, debía recorrer la mayor cantidad de calles posibles y mirarla. Verla lo que más pudiera. Verla, verla mucho, para no olvidarme de ella.
Me quedé acostado en la cama odiando a la ventana que daba a la callecita sola. Me levanté y la cerré con fuerza. Volví al cuaderno, y con la pluma en la mano, releí lo que había escrito. Debía escribir algo más en el silencio de la habitación pequeña como son muchas habitaciones en París. Escribí: “Una ventana viva que guarda voces, su madera blanca y limpia parece temblar cuando habla.” Y repetí entrecomillas lo que la ventana dijo: “Nada, Nunca, Nadie, No…” La ventana seguía respirando y mucho menos confiaba en ella. Una ventana puede traicionarnos si nos desnudamos frente a ella; puede abrirse de par en par y reírse de aquel que cierra los ojos en su desnudez y abre los brazos al cielo de la habitación sabiéndose solo. Y yo sé de esas costumbres de quien miente y traiciona como ciertas ventanas y aquella, allí en el corazón de Montparnasse, no creí yo que fuera totalmente honrada. Era una ventana experta en mirar la soledad y el amor, la embriaguez de los amantes, la tristeza de un hombre, la locura de quien está perdido en la ciudad y duerme para olvidar. Era una ventana de las que no perdonan, de las que saben bien cuando alguien en la soledad llora.
Traté de dormir un poco más, pero ya era imposible. El temor a soñar el resto de la historia del monstruo que me dijera semejantes palabras, se convirtió en pánico. Escribí: “Comienza el alba, pronto mis ojos son esta flama que va por la página, como si la voz fuera ese golpe en el cristal que sigue de frente contra la madrugada.”
Tomé una ducha, me vestí, coloqué mi mochila. Abrí la puerta y cuando la cerré, me dijo: “Nada, Nunca, Nadie…” Y me fui por el pasillo estrecho rumbo al elevador. Bajé y el elevador guardó silencio, hasta que se abrió en la planta baja y repitió: “Nada, Nunca…”
Fui a desayunar al restaurante del hotel. La mesera era joven y bonita. Me trajo café, croissant y un huevo estrellado.
Cuando terminé el desayuno, me levanté de la mesa y me dirigí la muchacha. Me miró. Dijo: “Nada…” y se perdió en la oscuridad de la cocina. Salí a las calles creyendo que no encontraría nada, nadie, nunca, no…
La ciudad había despertado, el cielo estaba nublado y cuando lo miré me dijo: “Nada, Nunca nadie, No…”
Con el tiempo, comprendería que aquel día, el monstruo del sueño tenía razón, la ventana decía la verdad, la puerta, la muchacha, el cielo… El amor estaba en la negación y mi vida tomaría un camino distinto, a mi regreso. Guardo el poema que escribiría más tarde aquel día, en un cafecito de Montparnasse. La página donde quedó escrito, sigue manchada.
