Bitácora
Por: Pascal Beltrán del Río / @beltrandelrio
La expansión de Estados Unidos tuvo como uno de sus episodios centrales la guerra contra la población autóctona para arrebatarle sus tierras. Se cree que de los hasta 10 millones de indígenas que había antes de la llegada de los colonizadores, quedaron sólo unos 600 mil para mediados del siglo XIX, cuando los sobrevivientes fueron confinados en áreas especiales conocidas como reservaciones.
Actualmente, hay unos 2.5 millones de estadunidenses nativos, de los cuales un millón vive en alguna de las 326 reservas del país.
De por sí precaria, la calidad de vida en esos territorios se deterioró con la derogación de una ley, aprobada en 1832, que prohibía la venta de alcohol a estas comunidades. En 1953, las reservas –que tienen soberanía limitada– eligieron libremente si en ellas se podía vender alcohol o no.
Eso empeoró con una decisión de la Suprema Corte que autorizó que las reservas decidiesen sobre tener juegos de azar. Actualmente, existen unos 460 casinos, operados por 240 de las 567 tribus indígenas reconocidas por Washington.
La combinación de alcohol y casinos ha generado graves problemas sociales en muchas reservas, como suicidios, asesinatos y muertes accidentales. Pocos grupos indígenas estadunidenses lograron sustraerse de ese fenómeno. Un grupo chippewa-ojibwa conocido como Little Shell –nombre tomado del de uno de sus antiguos jefes– lo consiguió gracias a que pasó inadvertido.
La tribu asentada en Montana no ha sido reconocida a nivel federal, a pesar de que lleva más de un siglo exigiendo serlo.
Como no son reconocidos, los cinco mil 400 miembros viven diseminados en varios pueblos de Montana. Sin embargo, ese desprecio les ha permitido no sufrir los problemas de alcohol y drogas que asuelan a los cinco mil vecinos de la etnia cheyenne, que viven en una reserva de mil 800 kilómetros cuadrados y manejan el casino Charging Horse, en Lame Deer, Montana.
En ese sentido, lo mejor que pudo haber pasado a los chippewa-ojibwa de Little Shell es que no les aplicaran las leyes y programas especiales, con los que el gobierno buscó resarcir, a mediados del siglo pasado, los daños que provocó la colonización de las tierras indígenas. Tan fueron un fracaso, que muchas tribus han vuelto a prohibir el alcohol en las reservas, como estaba antes de 1953.
En eso pensé cuando escuché al presidente Andrés Manuel López Obrador decir que su objetivo es que la totalidad de los hogares indígenas sean atendidos por los programas sociales de su gobierno y que, en el resto de los casos, sea uno de cada dos.
Si la mitad de los hogares en México están cubiertos por al menos un programa social –lo mismo que todos los hogares indígenas–, cabe preguntarse, primero, con qué dinero se va a pagar, y, segundo, qué va a provocar esa política social (suponiendo que sólo se cubra una parte de la meta).
Ningún país prospera regalando dinero a su población. Recientemente, Argentina y Venezuela lo intentaron y eso los llevó al fracaso económico.
Las naciones prosperan cuando el gobierno da incentivos y libertad para invertir y crear empleos, los cuales –gracias a la educación, la competencia, la innovación y la seguridad jurídica– con el tiempo se vuelven empleos mejor pagados, que permiten progresar a quienes los ocupan.
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¿Qué dará mejores resultados, mandar a los corruptos al siquiatra, para que se curen con terapia, o aplicarles la ley hasta abatir la impunidad?