Bitácora
Por: Pascal Beltrán del Río / @beltrandelrio
Ayer le decía en esta columna que el gobierno federal está enfrentando un problema contable: no hay suficientes recursos públicos para cumplir con las promesas de campaña y, al mismo tiempo, mantener el gasto en aspectos esenciales como la salud.
El gobierno define como “austeridad” y “ahorro” los recortes presupuestales que ha venido aplicando desde el inicio de la administración.
Ha recortado el gasto con el pretexto de combatir la corrupción. El problema es que hay muy pocos resultados en esa lucha –algunos incluso dirían que ninguno– y, en cambio, las reducciones han derivado en problemas muy serios: padres de familia que ya no cuentan con una estancia donde dejar a sus hijos; mujeres maltratadas que no pueden buscar ayuda profesional porque los refugios han tenido que cerrar y enfermos que no consiguen las medicinas que venían tomando, entre otros casos.
Es decir, mientras la lucha contra la corrupción es un mero discurso, las penurias para millones de mexicanos son una escalofriante realidad.
Hay quienes celebran el talante ortodoxo del gobierno en el manejo del presupuesto. Hasta cierto punto, eso está justificado. Es cierto, no gastar más de lo que se ingresa es una regla básica para la estabilidad financiera de una persona, una empresa y un país. Pero no es suficiente: alguien puede tener un presupuesto equilibrado, pero despilfarrar en cosas superfluas y ser pichicato en lo indispensable.
Eso es lo que pasa actualmente en México. Se decidió recortar el gasto en servicios fundamentales para la población –como lo demuestra la carta del renunciante Germán Martínez– y erogar en los ofrecimientos de campaña del presidente Andrés Manuel López Obrador, como transferencias y obras suntuosas, que no garantizan el crecimiento del país.
Lo he escrito aquí otras veces: ninguna nación del mundo ha alcanzado el desarrollo social regalando dinero a la población –al contrario, casi siempre es una receta para el desastre– y ninguna está apostando actualmente por los hidrocarburos para garantizar su sostenibilidad en el futuro.
El gobierno ha optado por costear transferencias y construir una refinería y un ferrocarril, aunque eso signifique dejar sin medicinas a los enfermos, sin refugio a las mujeres maltratadas y sin educación temprana a los infantes.
El propósito es más que evidente: la rentabilidad electoral. Ampliar programas sociales que no han tenido ningún éxito en el combate a la pobreza –no hay cifra que pueda demostrarlo–, sólo tiene como objetivo asegurar una clientela política para perpetuar en el poder al partido del gobierno.
Es un cálculo que puede funcionar en el corto plazo. Es muy probable que Morena gane muchas posiciones en las elecciones locales en seis estados el próximo 2 de junio –incluso sin tener aún candidatos, como sucede en Durango–, pero ¿qué pasará en el mediano plazo, cuando la gente, enojada por el deterioro de los servicios que debe otorgar el Estado, se voltee y el apoyo político se vuelva repudio?
Aún es tiempo de rectificar. Si el sexenio fuera un partido de beisbol, apenas estaríamos en la primera entrada. Al pitcher ya le cayeron a palos y es tiempo de que el manager visite la lomita y lo cambie.
El gobierno puede mantener su promesa de combatir la corrupción y aplicar la austeridad –que, sin duda, hace mucha falta, dados los excesos que hubo en el pasado–, pero una austeridad que no le quite a los mexicanos, sobre todo los más pobres, los servicios básicos que requieren.
Pero, al hacerlo, tendría que ser muy honesto: el presupuesto no alcanza para muchas de las promesas de campaña y varias de éstas son inviables si lo que se quiere es fomentar el desarrollo.