Para los hijos que partieron, una mejor vida era que las casas no tengan techo de lámina, que las paredes no estuvieran hechas de cartón, que el piso no fuera de tierra, que tuvieran lo necesario para comer. Que se tuviera algo distinto a eso.

Por: Osvaldo Valencia

Entre las mesas de un comedor se mueve en su silla de ruedas Luz María; y aunque la van empujando, la ansiedad le gana y mete las manos para moverse por su cuenta.

Platica con algunos de sus hijos. Casi es la madrugada del 14 de junio, pero no bosteza, se mueve en la silla; a ratos se dibuja una sonrisa en el rostro.

Luego de 27 años, muestra la emoción de una niña que verá a alguien que quiere de nueva cuenta: son los hijos que se fueron a Estados Unidos, José Carlos e Iván.

A casi tres décadas de la partida de José y a dos de la de Iván, ya no recuerda bien las últimas palabras exactas que le dirigieron sus hijos el día que salieron de la casa y emprendieron otra vida.

Sólo sabe que todo cambió mucho desde hace 27 años; todos sus hijos estaban con ella, y ella no estaba atada a una silla de ruedas.

—Cuando ellos se fueron yo no estaba en esta silla de ruedas.

—¿Qué fue lo que le pasó? —pregunto a Luz María.

—Me enfermé de artritis reumatoide, eso fue apenas hace cinco años; ellos no me han visto así, en esta silla —responde con voz entrecortada.

—¿A qué parte de Estados Unidos se fueron?

—A Los Ángeles. Cuando José se fue me dijo que tenía que irse, que necesitaba darnos una mejor vida; siete años después lo siguió mi otro hijo, Iván; allá se verían los dos.

Para los hijos de Luz María, una mejor vida era tener algo que no fuera igual a lo que había en ese momento en Tecali de Herrera, de donde son originarios.

Mejor vida era que las casas no tuvieran techo de lámina, que las paredes no estuvieran hechas de cartón, que el piso no fuera de tierra, que tuvieran lo necesario para comer, que los caminos a casa no estuvieran trazados solamente de tierra y polvo. Que se tuviera algo distinto a eso.

Con la idea de la mejor vida, José Carlos salió de Tecali; recién había cumplido los 18 años; dejó la casa; Iván lo hizo a los 20 años de edad.

Ambos partieron como ilegales a la frontera norte de México, como decenas de miles lo hacían, como decenas de miles lo siguen haciendo, sólo con una esperanza de cruzar sin ser repatriados. Al otro lado del muro unos amigos serían la única ayuda que tendrían para seguir adelante.

Muchos comienzan a caminar sin parar, de un lado a otro; las luces parpadean, los flashes de las cámaras comienzan a dispararse, todo en un palmo de terreno se vuelve un frenesí de emociones.

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Afuera de la cafetería un grupo de personas espera, se juntan, algunos –los más jóvenes– caminan sin abrigarse, otros –los mayores– llevan chamarras, abrigos o chales.

Es una noche fría en la Angelópolis, el aire frío le sopla con fuerza después de ser azotada toda la tarde-noche por una lluvia intermitente; a veces intensa y a veces ligera, como una brisa de mar.

A una hora de las 12 de la noche una pareja, Leonila y Paciano, llega a las afueras del Centro Integral de Servicios (CIS); pasa de largo al grupo que se pega a la pared de la cafetería y se dirige al comedor.

Al llegar ahí se dirigen a una mesa a tomar asiento y desde ese momento no se mueven de ahí. Los rostros de Leonila y Paciano no muestran expresión alguna que no sea la de cansancio y angustia; vienen de Tepatlaxco de Hidalgo por un sueño que los mantiene esperanzados desde hace 25 años: ver de nueva cuenta a sus hijos Jorge y Alex.

Leonila muestra un rostro cansado, la mirada caída; esquiva las preguntas con un silencio postergado y responde con voz casi inaudible. Paciano intenta decir lo que su esposa quiere callar.

—Nuestros hijos se fueron en el 94, dijeron que era algo que tenían que hacer y se despidieron y no volvieron.

—¿Cómo fue que llegaron? ¿Algún pollero los ayudó a cruzar, o cómo? —le comento a Paciano.

—No, ellos tenían amigos allá en Estados Unidos, sólo se dirigieron a la frontera y cruzaron, y como al mes tuvimos respuesta de ellos, de que estaban allá. Rápido consiguieron trabajo en una maquiladora y hemos mantenido contacto por teléfono.

Cuando se fueron, lo que Jorge y Alex querían para sus “viejos” eran mejores condiciones de vida.

Tiempo después de la partida de sus hijos, la casa de Leonila y Paciano fue cambiando: el techo dejó de ser de plástico y lámina, las paredes ahora eran de concreto, el piso era sólido.

Para la familia de Paciano y Leonila no era algo nuevo que los jóvenes migraran a Estados Unidos; en su opinión, se podría decir que la mitad de las familias de Tepatlaxco tiene a un integrante en la unión americana.

Aunque el dolor por la partida de un ser querido se vuelve grande, el apoyo nunca les deja de llegar; las remesas que ha captado  la comunidad son invertidas para la construcción de un templo.

—Con las remesas se empezó a construir una iglesia, poco a poco, como llegaba el dinero, se iba dando para que la construyeran; los muchachos mandaron a hacer una muy parecida a la Basílica de Guadalupe, a la que está en Ciudad de México. Dentro de todo, aunque están lejos aún ayudan al pueblo –dice Paciano.

Caminan a paso rápido para llegar a la aduana, todo lo que han aguardado para reencontrarse con sus seres queridos se resume a un trámite de revisión, una sala de estar, un asiento de avión, y unas horas en el aire para poner fin a su espera.

•••

Apenas el reloj marca las 12 de la noche y dos autobuses esperan afuera de la Vía Atlixcáyotl.

Todos cargan consigo una maleta que no lleva más que unos cuantos cambios de ropa y algunas cosas con las cuales abrigarse.

Muchos comienzan a caminar sin parar, de un lado a otro; las luces parpadean, los flashes de las cámaras comienzan a dispararse, todo en un palmo de terreno se vuelve un frenesí de emociones.

En medio de ese frenesí encuentro a Porfirio, un señor de mirada seria, hundida, distinguible por usar un sombrero de vaquero de tono amarillo, una chamarra de piel café y una mochila cargada en un hombro, liviana al parecer por su grosor.

A diferencia de su entorno, Porfirio se mueve lento, no lleva prisa de encontrarse con sus hijos; ha esperado 14 años para que eso ocurra.

Me acerco a él para preguntarle la historia que lo trae a las afueras de un edificio de gobierno a la medianoche, pero contesta de la manera como la que ha llegado ahí.

—Estoy aquí porque fui uno de los beneficiarios del programa Raíces de Puebla, del Instituto Poblano de Asistencia Migrante del gobierno del estado; ahorita nos llevarán a reencontrarnos con nuestros familiares en Estados Unidos. La mayoría de los que vamos somos mayores de 60 años de edad y estaremos por allá tres semanas, gracias al gobierno del estado. Ahorita somos más de 50 los que viajamos y vamos a Los Ángeles —me dice muy mesurado.

Todo lo que dice coincide con lo que hay alrededor: los hombres, ya de la tercera edad, portan un chaleco con las palabras “Raíces de Puebla” en su espalda, en sus manos cargan sobres con documentos de migración.

La mayoría viene del interior del estado, Porfirio viajó desde San Juan Atenco para volver a ver a sus hijos Procuro y Josefina. Los dos partieron juntos a los 21 años, y aunque es menos tiempo de su partida que el de muchos casos de quienes se han juntado, no guarda una imagen –física o en la memoria– de sus hijos.

Todos comienzan a abordar los autobuses despacio.

Pese a su estado físico, Luz María no pierde tiempo y se apresura a subir, quita la protección en los pies de su silla de ruedas y se abalanza hacia los escalones del vehículo; manos amigas se extienden en sincronía para ayudarla a subir.

Luz María no se apena, suelta risas mientras sube al camión, se ve optimista, se siente así.

Los autobuses llenan su capacidad y emprenden el camino al Aeropuerto de Ciudad de México.

Por momentos se oyen pláticas entre personas, anécdotas entrañables que terminan en sollozos por no tener a su hijo, esposo o nieto cerca de ellos, hasta que por un momento todos callan y duermen bajo las luces de la carretera.

Todo se enciende en el autobús. Han llegado al primer destino, sin que les den alguna instrucción toman las maletas, mochilas, bolsos y descienden; algunos se ven sorprendidos ante la magnitud del principal aeropuerto del país.

Caminan a paso rápido para llegar a la aduana, todo lo que han esperado para reencontrarse con sus seres queridos se resume a un trámite de revisión, una sala con sillas, un asiento de avión, y unas horas en el aire para poner fin a su espera.