Bitácora
Por: Pascal Beltrán del Río / @beltrandelrio 

Durante ocho años, entre 1162 y 1170, el rey Enrique II de Inglaterra y Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, sostuvieron un agrio conflicto sobre los derechos y privilegios de la Iglesia.

Desde que, en el año 595, el papa Gregorio El Grande envió a Agustín, prior de un monasterio en Roma, a evangelizar a los habitantes de la Gran Bretaña, el arzobispo primado de Canterbury ha sido el principal jerarca religioso en la isla.

En mayo de 1162, Becket ascendió al cargo a la muerte de Teobaldo de Bec, nominado por un concejo de obispos y nobles. Enrique II llevaba ocho años como monarca, periodo en el que buscó reformar la relación con la Iglesia.

Hasta antes de Enrique II, si un clérigo era acusado de un crimen, no podía ser juzgado por la corte real, pues contaba con fuero. El rey reemplazó tal práctica por un sistema de jurado que disponía que sólo jueces reales podían resolver casos penales. En 1164, impulsó la Constitución de Clarendon, que estableció la primacía de la corona sobre la Iglesia.

Enrique II contaba con Becket como un aliado en tal propósito. Al fin y al cabo, él había intercedido para que fuese ascendido a arzobispo. Sin embargo, Becket se opuso bajo la premisa de que si los clérigos se sometían a los jueces reales, eso implicaría que fuesen juzgados dos veces por el mismo delito. Eso llevó al arzobispo a ser condenado por traición y a tener que refugiarse en Francia.

Apoyado por el papa Alejandro III, quien amenazó con excomulgar al rey, Becket pudo regresar a Inglaterra. Pero Enrique II retó la autoridad papal al permitir que el arzobispo de York –y no el primado Becket– coronara a su hijo, Enrique El Joven, como sucesor al trono. Una de las primeras cosas que Becket hizo luego de regresar a la isla fue excomulgar a los clérigos que presidieron la coronación.

Fue entonces que Enrique II pronunció las palabras que desencadenarían el clímax de la disputa entre él y el arzobispo “¿Nadie podrá liberarme de este sacerdote entrometido?”

Enterados de las palabras del rey –aparentemente expresadas en medio de la exasperación–, cuatro caballeros viajaron desde Normandía hasta Canterbury con la intención de obligar a Becket a retirar las excomuniones o llevárselo por la fuerza para ser juzgado.

El 29 de diciembre de 1770, el arzobispo fue asesinado en la misma catedral, luego de resistirse a la detención. De un golpe de espada, le rebanaron la coronilla –la porción de la cabeza sobre la que, se decía, descendía la designación divina– y, de una patada, esparcieron sus sesos sobre el piso.

Como resultado de los hechos, Becket fue canonizado y Enrique II, vilipendiado. El rey tuvo que renunciar a su pretensión de que los tribunales seculares tuviesen jurisdicción sobre el clero, además de hacer penitencia por orden papal.

La historia de Enrique y Becket ha sido usada en la ciencia política para referirse a las consecuencias que tienen las palabras de un monarca cuando éstas no se expresan con cuidado, un deseo –incluso cuando se expresa como resultado del enojo– puede ser interpretado por sus súbditos como una orden.

No estaría mal que este relato lo repasaran los presidentes de nuestros días, cuyas palabras se conocen más rápido y llegan a una audiencia mayor, gracias a los medios electrónicos y las redes sociales.

No vaya a ser que las consecuencias de sus condenas verbales se salgan de control y terminen provocando cosas que no imaginaron. Por ejemplo, que sus deseos se frustren.

Las palabras de un presidente nunca deben pronunciarse a la ligera, pues incluso su derecho de réplica no equivale al de un ciudadano de a pie.