Bitácora
Por: Pascal Beltrán del Río / @beltrandelrio
Me han contado que cuando un avión tiene una falla en pleno vuelo, el piloto revisa todos los instrumentos, tal como se hace antes de despegar. Y si con eso no se vuelve evidente el problema, repite el procedimiento, en el mismo orden.
Algo así debería hacer el gobierno con la economía mexicana.
Todos los indicadores muestran que pierde velocidad. El más reciente, el de la creación de empleos: un acumulado de 303 mil puestos de trabajo en lo que va del año, el resultado más pobre desde 2013 y 38% más bajo que en 2018.
En lugar de insistir que todo está bien y que, al final del año, el PIB habrá crecido 2%, lo que toca es someter a revisión las decisiones tomadas. Una por una, comenzando por la que indudablemente es el pecado original de este sexenio: la decisión de cancelar el proyecto de aeropuerto en Texcoco.
Hace unos días, el presidente Andrés Manuel López Obrador se quejó de las personas que han solicitado el amparo de la justicia contra dicha decisión y la de convertir la Base Aérea Militar de Santa Lucía en un aeropuerto civil.
En ocasiones, las bendiciones llegan por donde menos espera uno. Las siete suspensiones que los quejosos han obtenido –y que frenaron la resolución de inundar las obras en Texcoco– han dado a López Obrador la posibilidad de repensar el tema.
¿Qué pasaría si el Presidente declarara que, después de mucha reflexión, ha concluido que lo mejor para el país sería dejar que la iniciativa privada termine la construcción en Texcoco?
Una corrección así tendría efectos virtuosos, pues se retiraría la principal razón por la que los inversionistas han puesto en suspenso sus proyectos en México: la falta de certeza sobre si sus inversiones llegarán a dar fruto.
Por supuesto, los malos consejeros del Presidente le dirán que retractarse es de débiles. Y seguramente no le recordarán que fue él mismo quien propuso que el sector privado continuara las obras del Nuevo Aeropuerto Internacional de México.
La economía no es cosa de cojones, sino de neuronas. Y López Obrador sabe que la de México va mal y que no hay mayor peligro para el fracaso de su gobierno que una recesión.
Tan lo sabe, que decidió no jugar a las fuercitas con Donald Trump. Él mismo lo explicó hace unos días en Sinaloa. Los aranceles con los que amenazó el presidente estadunidense, dijo López Obrador, “iban a afectar mucho la economía nacional”.
Pero, por si hubiera duda, hay una batería de indicadores que muestran el estancamiento del país. Ni un solo pronóstico de crecimiento del PIB ha sido al alza, todos han ido de recorte en recorte. El más reciente, el de la calificadora Moody’s, que esta semana redujo a 1.2% la expectativa de expansión, sobre la base de que el gobierno se ha vuelto “impredecible”.
¿Y cómo no? Un día suscribe un acuerdo de inversión con el sector privado y, horas después, cancela una ronda de licitaciones, contemplada por la Reforma Energética, que habría permitido a Pemex recuperarse del peor nivel productivo en cuatro décadas mediante asociaciones con capital privado.
¿Quiere o no quiere inversión privada el gobierno? Cuesta trabajo saberlo, pero, si de verdad la quiere, la mejor forma de asegurarla sería revertir la decisión sobre Texcoco, que sigue pesando como una losa sobre la viabilidad económica del país.
Aún es tiempo de ahuyentar la recesión. Las suspensiones han dado al gobierno la oportunidad de revisar sus números y encontrar la falla. Un chance que no tendría si hubiese prosperado la inundación de las obras en el llano texcocano.