Detesto julio. Es un mes terrible. No es ni principio de año, ni final de año. No ha pasado todavía el tiempo suficiente como para decir que Semana Santa fue hace mucho, ni falta tanto como para decir que las hojaldras —el autocorrector se empeña en escribir hojaldres, cómo se nota que no sabe nada de la vida— están a la vuelta de la esquina.
En la Biblia lo dice (no hay mejor garantía que esa), para ser más exactos lo dice el libro del Apocalipsis: “El Señor vomita a los tibios”, y julio es el mes más tibio de todos los meses tibios.
Yo, en ese tema, estoy con el Señor.
Para entender mi aversión para con el mes número siete del calendario, hace falta nada más pararse una mañana en cualquier lugar —una cocina económica, por ejemplo— y ver el cansancio que produce en la cara de los padres el que sus hijos estén viviendo plenamente de la libertad en que les sumergen las vacaciones de verano. Qué terror. No poder depositar a la bendición a las siete de la mañana en el colegio y fingir que uno sigue siendo sin hijos, aunque sea por medio día. No, al contrario de eso, emplear a los hijos para que se ocupen en algo o si acaso meterlos a un curso de verano para que regresen a la casa llenos de boligoma y plastilina.
Yo no tengo hijos, eso es muy cierto, pero es precisamente esa cara, la de un padre que sabe que no hay colegio, la que yo pongo cuando amanezco y me descubro en este horrible mes. (Supongo que es lo más parecido también, a que si un padre sueña con que todos los días serán viernes y de consejo técnico a partir de ahora).
Bien, pero moviéndonos a temas mucho más concisos, me tomé el tiempo de buscar la etimología del mes de julio porque resulta que soy un columnista demasiado predecible que recurre siempre a etimologías cuando no sabe de qué va a escribir. Para su fortuna, querido lector, no encontré nada interesante (no es cierto eso de que no sé de qué voy a escribir) salvo algunas cosas de un tal Julio César que terminaron por llevarme a una página que prometía revelarme el secreto de la dieta que hizo campeón a Julio César Chávez.
Fue en este punto que caí en cuenta que, así como uno se despierta un buen día de septiembre con la sorpresa de que las calles están tomadas por carritos patriotas, uno lo hace en julio con esquinas repletas de arreglos con globos en forma de niños graduados y tías emperifolladas con flores esperando el camión en la esquina de algún colegio.
Luego caí en cuenta de que fui testigo de una graduación tan sólo el domingo pasado y entonces descubrí por qué odio tanto el mes de julio.
Ir a una graduación es lo más parecido a asistir a un evento en el infierno. La parsimonia y los lugares comunes están a la orden del día. Eso, parsimonia: las graduaciones son el epítome de la parsimonia. Y claro que inevitablemente uno relaciona las graduaciones con el mes de julio.
Afortunadamente, en la graduación de dicho colegio a la que asistí el domingo pasado, fui un mero espectador, digamos que la aprecié tras bambalinas. Y entonces uno se da cuenta de que, en el mercado negro, seguramente hay un manual que dicta los secretos de cómo debe ser la ceremonia de graduación exitosa, misma que inexorablemente deberá tener ciertos puntos, que escribo a continuación:
- Una abuelita en silla de ruedas que no tiene idea de qué está haciendo ahí ni quién demonios se gradúa.
- Flores en cualquier de sus presentaciones (rosas negras, rosas sumergidas en agua, alcatraces pintados, etc.)
- Globos con palabras en inglés (Grad) o con personajes de Precious Moments.
- Una tía a la que nadie invitó.
- El director de una institución orgulloso que a la menor provocación contrata un mariachi para que toque Las Golondrinas.
Seguiré contando.
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PS
Fui a sacar mi licencia y me atendió el perezoso de Zootopia.
