Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles 

Yo escribo con la ventana abierta por muchas razones. Una de ellas es el sereno, o lo que entiendo por sereno: me oxigena el pensamiento, me abre las ideas, me distrae cuando me quedo absorto, me hace preguntar, incluso, por qué demonios le dicen “el sereno”.

Otra de ellas es el relajante ruido de los pájaros, el del camotero eventual (símbolo infalible de la Puebla urbana), el señor del gas con su vomitivo jingle, los mofles explosivos de la Ruta 10 y las sirenas de policías que vienen y van más que nunca, aunque para ser honesto no sé con exactitud a dónde.

Pero escribir con la ventana abierta también tiene sus contras, sobre todo tratándose de un entomofóbico alérgico como su servidor.

Pero lo del polvo y las alergias me da enteramente igual, se remedia cuando el sol deja ver al polvo flotando en las mañanas.

Lo agobiante, lo verdaderamente agobiante, son los insectos. Eso no se remedia con nada.

A pesar de vivir en pleno centro de la ciudad, eso de vivir junto a un parque, siempre ha sido lo más parecido a vivir junto a un bosque, solo que sin la tranquilidad, por supuesto.

En tiempos de primavera es normal que se metan libélulas, mariposas, efímeras, abejas, abejorros, escarabajos. Una vez se metió un chupamirto, y el pobre, ni cómo ayudarlo, acabó encontrando salida después de cientos de ventanazos.                Los golpes de la vida.

Pero hace unos días, cuando me encontraba haciendo mis actividades literarias, una visita cruzó la frontera entre mi recámara y el parque/bosque.

Una araña, del tamaño de un zapato, entró sigilosamente.

Yo, para que quede claro, he intentado superar mi aracnofobia a base de socialización. Cada que me encuentro una araña, la nombro. Hace definitivamente más ameno el acecho.

La más entrañable ha sido Rita, mi amada Rita. Una araña asturiana, negra como un higo, que conocí hace dos veranos. La primera vez que nos vimos, mis instintos más terrenales quisieron aplastarla. Pero yo era el que llegaba a esa habitación, no ella, no eran mis territorios. ¿Quién era yo para matarla?

Pronto tuvimos, Rita y yo, una rutina como cualquier pareja. Por la mañana nos saludábamos e inmediatamente desaparecía, supongo, para hacer sus actividades cotidianas: no sé, tejer, comer insectos más pequeños que ella, quedarse quieta horas en un solo lugar, moverse, colgarse, quedarse nuevamente quieta horas en un sólo lugar.

Por las noches, cuando me iba a la cama, nos dábamos las buenas noches. Ella en su lugar de siempre, en el techo a unos centímetros de la ventana, yo muy tranquilo sabiendo que no me comería durante la noche; ella, igualmente tranquila, estando segura que no la iba a aplastar.

Rita fue mi amor de verano. Nos saludábamos, nos despedíamos, y durante la despedida, yo, al menos, solté una lágrima.

Pero con la araña infame que se metió por mi ventana hace unos días, era imposible socializar. Intentar hacerlo hubiera significado lo mismo que meter la mano en la boca de un lagarto. Además, entró retando, moviéndose ágilmente.

Me sentí amenazado. Cuando busqué algo para ahuyentarla o aplastarla, si así el riesgo lo exigía, sólo me encontré con mi computadora, un libro de Charles Dickens, y un ventilador/atomizador de Miniso que seguía en su caja.

Desistí de la idea de la computadora, era como ahuyentarla con un fajo de veinte mil pesos. También de la idea de ahuyentarla con Grandes Esperanzas, pues voy a la mitad del libro y no podría seguir leyéndolo sabiendo que todavía quedan una de las ocho patas de un cadáver y un montón de diminutas vísceras.

Concluí que la mejor opción era el ventilador. Pude haberla aplastado, pero pensé en mi Rita, la vi en su congénere, así que sólo agité la caja de Miniso, blandiéndola como una espada. Me sentí estúpido, evidentemente.

Después de varios intentos fallidos, pues la caja le hacía a la araña lo mismo que el gobierno al huachicol, decidí aventar la caja con dirección a la arácnida y el golpe y el aire que vino tras él, hizo que saliera por donde entró.

De esta historia agradezco haber recordado aquel verano, mi profundo amor por Rita —una simple araña—, y por haber descubierto, finalmente, que las cosas que uno compra en Miniso, al menos sirven de algo.

 

Seguiré contando.

***

PS

Hay un especial de Mijares en el radio. Una de dos, o es su cumpleaños, o ya está muerto.