Disiento
Por: Pedro Gutiérrez / @PedroAGtz
¿Imaginan ustedes que los ministros de culto y miembros del estado eclesiástico pudieran, además de votar, ser votados en el marco del sistema político mexicano? La simple pregunta, a manera de hipótesis, seguro provocaría ronchas entre los más liberales de los liberales mexicanos, que bien podríamos denominar jacobinos consumados.
La Constitución General de la República vigente, promulgada en 1917, consigna tajantemente en el artículo 130 el principio histórico de separación de las iglesias y el Estado; dicho principio es, en realidad, una decisión fundamental del Estado mexicano desde la promulgación de las Leyes de Reforma y la Constitución Política expedida por los liberales en 1857. Dato curioso: tanto la Carta Magna de 1857 como la de 1917 se promulgaron a propósito el mismo día, un 5 de febrero, pues los liberales encabezados por Benito Juárez consideraron relevante enfatizar la separación de las iglesias y el Estado el mismo día que la mayoría de los mexicanos católicos celebraban al entonces único santo mexicano reconocido por El Vaticano, es decir, san Felipe de Jesús. Maquiavélicos los liberales, evidentemente.
El principio de separación de las iglesias con el Estado se considera una decisión fundamental en nuestra Constitución porque, en términos del gran jurista Ignacio Burgoa, es de esas decisiones intocables, inexorables, que no se pueden ni deben conculcar en el constitucionalismo mexicano.
Sin embargo, ¿Quién creen ustedes que fue el primer presidente de la República que vulneró el principio de separación de las iglesias y el Estado y, por ende, la laicidad de la república? La respuesta sorprenderá a muchos: Benito Juárez García.
Fue el zapoteco Juárez quien de manera inconcebible restituyera la posibilidad de que los ministros de culto fueran electos diputados; lo anterior, mediante la propuesta que formuló el 14 de agosto de 1867, intitulada Convocatoria a elecciones y a plebiscito sobre reformas constitucionales, que en su artículo 15 estableció que “…podrán ser electos diputados, tanto los ciudadanos que pertenezcan al estado eclesiástico, como también los funcionarios a quienes excluía el artículo 34 de la Ley Orgánica Electoral”. De esta manera, el oaxaqueño abría paso a que los clérigos fueran electos legisladores, en una clara intención del Presidente de restañar las profundas heridas que había dejado la guerra de Reforma y el consecuente desconocimiento de El Vaticano al gobierno mexicano.
Más allá de esta curiosa anécdota histórica, lo cierto es que la laicidad se ha mantenido intocada por más de un siglo, incluso con radicalismos impropios de una democracia constitucional que llegaron al extremo del no reconocimiento de la existencia jurídica de las congregaciones religiosas, hecho que se subsanó afortunadamente con la reforma al artículo 130 de la Ley Fundamental en 1992, así como la promulgación de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público del 15 de julio de ese mismo año. El modernizador de las relaciones iglesias-Estado no fue otro más que el mejor presidente de la segunda mitad del siglo XX, Carlos Salinas de Gortari, quien incluso recibió con bombo y platillo al papa Juan Pablo II, no sólo como máximo pontífice de la grey católica, sino como jefe del Estado Vaticano, pues ya se habían restablecido para entonces las relaciones diplomáticas entre ambas naciones.
Todo lo anterior viene a colación en virtud del nuevo panorama que se avizora en las relaciones entre las iglesias y el Estado con el arribo al poder del presidente Andrés Manuel López Obrador. A nadie escapa que las diferentes expresiones religiosas del país han avanzado en los hechos en los últimos meses, precisamente desde que asumió la Presidencia el tabasqueño. Curiosamente, han avanzado las iglesias cristianas y no precisamente la católica. Pero más allá de ello, algunas voces de las iglesias cristianas han levantado la mano en los últimos días para manifestar su deseo por participar de manera más activa es la cosa pública, incluso con espacios en el ejercicio de poder. Votar y ser votados es su propuesta, ante el claro consentimiento –por omisión– del máximo poder del sistema, encarnado en López Obrador.
Valga entonces conocer nuestra historia patria, aún aquellos episodios poco conocidos como el señalado en el que Benito Juárez permitió que los curas pudieran ser diputados al Congreso de la Unión en 1867, porque, si como dice López Obrador, es un juarista consumado, luego entonces pudiera observarse que siga los pasos del zapoteco en este tema, y permitir que en un futuro no muy lejano los ministros de culto no sólo voten en las elecciones, sino que sean destinatarios del voto pasivo, esto es, ser votados, a efecto de ocupar cargos de elección popular. Y, ¿por qué no? No lo veo tan descabellado, aunque ello suponga inminente urticaria entre los liberales, las logias y demás expresiones radicales del laicismo en México.
