Bitácora
Por: Pascal Beltrán del Río
A Juan, por la plática
El 13 de junio de 1984 –hace ya 35 años–, cientos de miles de italianos convergieron en Roma para despedir a Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista Italiano.
Eran tantos, que se formaron tres grandes contingentes para avanzar por vías distintas hacia la plaza San Giovanni, donde se realizaría el homenaje. Decenas de autos cargaban coronas mortuorias, a las que los jóvenes arrancaban flores con la esperanza de lanzarlas sobre el ataúd.
Berlinguer había muerto dos días antes en Padua, luego de sufrir un derrame cerebral mientras hablaba en un mitin previo a las elecciones europeas que se celebrarían el 17 de junio. Murió como vivió: siempre en la política, siempre en la oposición. Para alguien que nunca alcanzó el cargo de primer ministro, su despedida tuvo tintes de funeral de Estado. Cincuenta países enviaron una delegación, entre ellos la Unión Soviética, representada por Mijaíl Gorbachov, entonces el número dos del Kremlin.
“Enrico, addio, siamo là”, gritaban los italianos de a pie mientras aplaudían al paso de la carroza que transportó su cuerpo hacia la plaza San Giovanni y, más tarde, al cementerio Flaminio.
Sandro Pertini, el viejo presidente, voló a Padua para regresar con el cadáver en un avión oficial y depositarlo en la sede del PCI, hasta donde llegaron políticos de todas las formaciones. Días después, en las votaciones, los ciudadanos le dieron un último tributo, otorgando al Partido Comunista el sorpasso, el rebase electoral de la Democracia Cristiana (DC), que a Berlinguer nunca le tocó ver.
Creador del concepto de eurocomunismo, el político sardo llevó al PCI a distanciarse de la línea de Moscú y se mantuvo a lo largo de su vida como un creyente en la democracia. Estaba convencido que sólo una alianza entre el PCI y la DC daría estabilidad política a un país que había conocido el fascismo y vivía amenazado por la mafia y el terrorismo.
Berlinguer hubiera podido fácilmente ser primer ministro, particularmente después de las elecciones generales de 1976, cuando su partido obtuvo 34.4% de los votos, frente a 38.7% de los democristianos y 9.6% de los socialistas.
En lugar de optar por un gobierno de izquierda, que sin duda él habría encabezado, mantuvo la alianza estratégica del PCI con la DC –el llamado Compromesso Storico–, lo cual permitió la formación de un gobierno en minoría, presidido por el democristiano Giulio Andreotti.
Dicho acuerdo –que era rechazado por Estados Unidos y la Unión Soviética– fue concebido por Berlinguer luego del golpe de Estado de 1973 en Chile. Para él, ese hecho había demostrado que los partidos comunistas no podían gobernar en los países democráticos sin el apoyo de las fuerzas moderadas. La idea regresaría a Chile, donde la izquierda y la derecha se unieron para acabar con la dictadura de Augusto Pinochet.
El 16 de marzo de 1978, las Brigadas Rojas secuestraron a Aldo Moro, exprimer ministro y presidente de la Democracia Cristiana, y lo asesinaron 53 días después. Fue un entusiasta del Compromesso Storico, que se extinguiría después de su muerte.
Más allá de sus aciertos y errores, Berlinguer se consolidó como un negociador eficaz y mostró la importancia que tiene la oposición para lograr la estabilidad y el avance de la democracia. A diferencia de la mayor parte de los políticos, que conciben a la oposición como una sala de espera, en la que se torpedea al gobierno para alcanzar el poder, Berlinguer no ambicionaba gobernar, sino generar los acuerdos para la gobernanza. Quizá entendía que no todos sirven para ejercer el poder.
Con frecuencia se ve cómo los antiguos opositores tienen que renegar de las cosas que hicieron y dijeron antes de llegar al gobierno. Berlinguer mostró que se puede hacer política sin dejar nunca la oposición y sin renunciar a principios.
Un ejemplo en el que muchos deberían abrevar.