Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles

No puedo decir que alguna vez haya estado en una situación igual.

            Porque yo no soy un tipo de trenes; de donde yo vengo no somos gente de trenes. No vamos en tren a ninguna parte, nunca hemos perdido ningún tren, no hemos tenido que elegir jamás entre la segunda clase o el coche restaurante. Nunca nos hemos confundido de andén, nunca hemos perdido ningún boleto, ni mucho menos montado a escondidas ningún vagón, etc.

            En el lugar del que vengo los trenes son tan ideales como las estaciones del año o como un lápiz bien afilado: Piezas de museo, gritos de una vida en lontananza, ilustraciones de un libro de texto.

             En el lugar de donde vengo ni las hojas caen cuando llega el otoño, ni las banquetas tienen que ser liberadas de la nieve cada doce horas durante el invierno. En el lugar del que yo vengo las estaciones de tren, como las del año, se pulverizaron sin haber estado en pie: sirven para cualquier otra cosa menos para lo que fueron hechas.

            Es por eso que no puedo decir que haya estado alguna vez en esta situación.

             Nunca, que yo sepa.

            En el lugar del que yo vengo uno se despide en una bahía de ascenso y descenso a un lado de la calle, si acaso al pie de un autobús o por teléfono. En el lugar del que yo vengo uno dice adiós y al minuto ya está en otros asuntos, hablándole al plomero, quedando con alguien para un café mañana, o pensando qué pedir para la cena. En el lugar del que yo vengo las despedidas son lo que son, un simple ensayo de la muerte.

            Por eso mismo es que nunca me he visto en una situación parecida.

            Me he despedido, sí, me he subido a un tren, alguna vez. Pero jamás las dos cosas juntas y al mismo tiempo. Nunca me había tenido que enfrentar al silbato, a la puerta de metal automática que de un momento a otro me arrebató la realidad que tan sólo hacía unos segundos me pertenecía, ni al sonido de máquinas y fierros crujientes, ni a la quietud de los vagones que poco a poco van cobrando movimiento.

            Nunca había tenido que fingir que no me despedía de nadie, ni pretender que me daba igual que nadie se largara; nunca me había enfrentado al hecho de que mi cuerpo se quedara en la ciudad, como muda de un reptil, en el andén subterráneo de una estación, undécima maravilla de la ingeniería.

            Nunca  había tenido que subir las escaleras eléctricas hasta el nivel de calle con el cuerpo temblándome, con la ciudad temblándome, con los ojos temblándome. Nunca había esperado a que un tren, que es una sucesión compleja de vagones, desapareciera en el polvo turbio de un túnel subterráneo hasta que dejara de soñar.

            En el lugar del que yo vengo los trenes no llevan personas, tan sólo granos, herramientas, carbón y uno o dos maquinistas. Los trenes de donde yo vengo no cargan vida humana. No están hechos para ello.

            Por tanto, nunca me había visto en una situación de estas características.

            Nunca había tenido que alejarme por una calle repleta de nieve, nunca había tenido que esquivar tres taxis seguidos, nunca había tenido que escuchar el rugido de un tren salir por una alcantarilla.

            En el lugar de donde vengo los trenes se escuchan a los lejos, en la madrugada. Los trenes existen solo a lo lejos, pero nunca debajo de la tierra.              Jamás debajo de la tierra.

            Nunca había tenido que despedirme de nadie en un tren subterráneo.

            Por es no puedo decir que alguna vez haya estado en una situación igual.

***

PS

Ya va siendo hora de quitarle las pasas a los tamales de dulce.