Disiento
Por: Pedro Gutiérrez / @PedroAGtz

Nadie sabe a ciencia cierta qué fue lo que pasó aquel lejano 2 de octubre de 1968. Hoy, a 51 años de distancia de ese suceso que marcó un antes y después en la vida política e institucional de nuestro país, sigue habiendo más interrogantes que certezas en relación a los hechos sucedidos en Tlatelolco.

En la década de los años 60, México era un país en franco progreso económico y estabilidad política. Claro está que el desarrollo estabilizador y orden social estaban determinados por el régimen autoritario posrevolucionario. Daniel Cosío Villegas definió al sistema priista como una “monarquía absoluta sexenal y hereditaria en vía transversal”.

El autoritarismo asfixiante llegó a un punto imposible de retornar con los movimientos libertarios de varios sectores sociales, entre ellos los jóvenes. La liberalización de la juventud no fue privativa de México: fue un fenómeno mundial que cundió desde Praga, pasando por París y otras latitudes, hasta que llegó hasta nuestro país.

El inicio inminente de los Juegos Olímpicos apresuró al sistema político para tomar medidas que no fueron precisamente las más acertadas. Díaz Ordaz quería una nación en completa paz para recibir a las delegaciones olímpicas de todo el mundo. El rector de la UNAM apostó por el bando desestabilizador del régimen. Quizá por venganza personal con el Presidente, acaso por convicción, Javier Barros Sierra prohijó la estrategia juvenil de protesta contra el régimen. La influencia de regímenes comunistas de la época también alentó las manifestaciones antisistema. Cuba fue un poderoso inspirador del estallido de la huelga universitaria en 1968. Ironías de la vida: Fidel Castro había recibido todo el apoyo del régimen mexicano para triunfar en la revolución comunista que depuso a Fulgencio Batista y ahora traicionaba a México apoyando movimientos desestabilizadores contra el gobierno. La historia de nunca acabar del castrismo, la historia de la traición.

Llegó el 2 de octubre y por ende el día de la máxima concentración de estudiantes en Tlatelolco. El gobierno federal tenía que tomar una decisión para atajar el movimiento. El secretario de Gobernación era Luis Echeverría, de dudosa capacidad para enfrentar el problema y que además pensaba más en la sucesión presidencial que en ayudar al presidente Díaz Ordaz a enfrentar la problemática.

El gobierno reprimió el movimiento, pero el saldo de muertos y heridos es aún una incógnita. Uno y otro bando se deshacen en acusaciones e información poco fiable: unos dicen que hubo algunos muertos y heridos y que la manifestación se disolvió de manera efectiva −que no pacífica−. Otros, que hubo centenas o quizá miles de muertos y los cadáveres fueron desaparecidos, incluso arrojados al mar. Los bandos en disputa son capaces de mentir y exagerar para defender posturas ideológicas y políticas, como Elena Poniatowska en La Noche de Tlatelolco, obra repleta de mentiras.

El juicio de la historia ha sido implacable con  nuestro paisano Díaz Ordaz y ciertamente benévolo con Luis Echeverría, a la sazón secretario de Gobernación y quien tenía a su cargo los servicios de inteligencia y las fuerzas de seguridad federales. Su responsabilidad política debe ser revisada, pero quizá eso no suceda hasta que muera. Ni siquiera cuando se reformó la Constitución para insertar la jurisdicción de la Corte Penal Internacional se dejó de proteger a los políticos priistas de la vieja guardia presuntamente responsables de la llamada guerra sucia, entre otros, Luis Echeverría. La complicidad del régimen con la impunidad es total. Llama la atención que muchos políticos que hoy están en el poder federal al amparo de la 4T fueron priistas entonces, se afiliaron al PRI represor y hoy están cómodamente posicionados con Morena. Ahí está el actual director de Segalmex, quien fuera secretario particular de Echeverría; o Manuel Bartlett, entonces director general de Gobierno en Bucareli, hoy lopezobradorista confeso.

El presidente Gustavo Díaz Ordaz tuvo el valor de reconocer los acontecimientos en la más alta tribuna del país al rendir el informe de gobierno ulterior a la gresca estudiantil. En efecto, es de reconocerse que el presidente de la República se hizo responsable ética, histórica y políticamente del 2 de octubre, expresándolo ante los legisladores del Congreso de la Unión. La historia condenaría a Díaz Ordaz, a pesar de la asunción de su responsabilidad, no así a uno de los ejecutores de la orden de reprimir a los estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas: Luis Echeverría Álvarez.

Para muchos de nosotros, Gustavo Díaz Ordaz merece un mejor lugar en la historia y Echeverría debiera ser juzgado, aún cuando sea un personaje retirado de la política y nonagenario. Si Díaz Ordaz reconoció su responsabilidad y además, como lo dijo años después, salvó a la patria del comunismo, Echeverría tendría que reconocer su papel en esa difícil etapa de la historia de México y la 4T, ansiosa de gobernar desde el juicio de la historia, juzgarlo con la ley en la mano.