A fuerza la realidad se impone.
Sin aceptar sus difíciles y riesgosas condiciones, los mexicanos hacemos el día a día en medio de un camino nada silencioso que va del miedo al terror y al pánico colectivo.
Miles de hechos y suposiciones construyen un entorno nada favorable a la búsqueda y encuentro de la felicidad a la que los humanos tendríamos derecho.
No importa la clasificación y calidad del barrio o colonia donde se vive. Todos los espacios urbanos y rurales son atacados permanentemente por efectos de la delincuencia, organizada o no, y la incapacidad gubernamental por contenerlo, por influencias negativas de ls condiciones económicas familiares, por la falta de oportunidades para medio vivir, por los contenidos casi todos negativos en los medios de comunicación, por los abusos o indiferencias de las autoridades que hacen del monopolio legal un instrumento que atenta contra los trabajadores, por el manejo del presupuesto público, alejado de las urgencias de la ciudadanía, por la excesiva vigilancia y riesgo en el cumplimiento de obligaciones tributarias, uff, hay miles de porqués mas.
Los analistas debaten entre clasificar esta circunstancia social como un error de las políticas públicas de seguridad o un defecto de la imposibilidad de construir concordia entre todos los mexicanos, porque siempre habrá un lado más fuerte que otro lo que impone el garrote del ¨big brother ¨ ese modelo de gobierno que siempre vigila, amenaza, reprime ante su propia incapacidad de lograr la colaboración permanente de la ciudadanía.
Explicaciones, científicas o no, honestas o no, las habrá siempre, pero los hechos indican que no se requieren explicaciones, urgen estrategias que abandonen la represión y fomenten la unidad, el acuerdo colectivo y sobre todo, abran espacios para que todos puedan incorporarse a la vida pública sin temor de ninguna clase. Pero eso, por ahora, en nuestro país, es un sueño.
A estos temores sociales, ahora se agrega el de la vigilancia extrema que las autoridades mantienen, para saber lo que cada ciudadano hace o deja de hacer, para saber en que gasta su dinero para asegurar el pago de impuestos, para averiguar sus relaciones políticas o económicas, para saber lo que hablamos por el celular, para conocer nuestro comportamiento en redes sociales. Ya no hay nada privado o secreto en cada ciudadano. Todo está bajo la lupa.
Ante ese panorama, las familias vamos sucumbiendo ante la impotencia de hacer algo que sirva para asegurar la defensa del patrimonio y de la vida. Nos vamos refugiando en nuevos esquemas de riesgo consustanciales al temor: la depresión y sus compañeros de viaje, el suicidio, las adicciones, conductas convulsivas que solo nos llevan a otras adicciones como comer demasiado o al internet.
Ningún candidato ni partido o coalición electoral podrá ignorar esta circunstancia real en la que vivimos los mexicanos. Una sociedad inmersa en el pánico colectivo que trata de entender los esfuerzos de su gobierno pero que reconoce que no son suficientes. Una comunidad que trata de entender la indiferencia entre las personas, porque no sabe uno junto a quien vive, lo que obliga a aceptar que cada quien debe ver por si solo lo que le pasa, pero ambas no incrementan ni la confianza para vivir todos los días y ganarse el pan, ni la certidumbre de hacerlo para poder vivir mejor.
Y no sería suficiente hablar de una seguridad pública en términos de delitos, es necesario algo mayor que no se resuelve con organizarnos o armarnos contra la delincuencia. Hay otros males mayores que incrementan los miedos cotidianos en la gente. El alto costo de la vida, la imposibilidad de obtener asistencia medica y medicinas, por cierto excesivamente caros, la falta de empleo, el descuido de los hijos por ir a conseguir la comida para ellos mismos, el no los veo ni los oigo en algunas autoridades, todo se consolida en una sola circunstancia de desconfianza, descomposición social e incertidumbre que da miedo a algunos, terror a otros, pánico a todos.