Dentro de 50 o quizá 100 años, dependiendo cómo sea la velocidad del tiempo en el futuro y cómo los historiadores piensen nuevos conceptos para estudiar la historia, seguramente se abra un capítulo sobre la pandemia de 2020. En él, no me queda duda, toda la humanidad, de hoy, seremos juzgados.
La idea de escribir sobre el coronavirus responde a la necesidad de analizar lo que ocurre, apoyándonos con herramientas que nos brinda la observación filosófica, política, literaria, psicoanalítica, comunicacional y antropológica, sin pretender que este sea un estudio sincrético. Se hará desde el entorno local y teniendo como límites lo virtual de las redes —que incluyen su propio tiempo y espacio— y lo cotidiano de la convivencia. Procuraré que la luz arrojada sobre los hechos y sentires no desemboque en juicios morales, y trataré de sólo escuchar y devolver lo escuchado.
La obsesión por conocer el paciente cero instauró rápidamente en lo que algunos llaman el imaginario colectivo, a los hábitos alimenticios exóticos de los chinos como el origen de la nueva enfermedad. Los habitantes de ese país del “lejano oriente” comen murciélagos, mapaches, ratas y perros. Teníamos ya un depositario de nuestro miedo y coraje. Pero poco duró el gusto.
Pasamos del miedo al animal al miedo a las personas. Se nos dijo que podríamos evitar el contagio del coronavirus si manteníamos una sana distancia social. Si por voluntad propia nos aislábamos, incluso aunque saliéramos de casa. Es decir, no saludar de mano, abrazos o besos. Romper con los vínculos era la cura o al menos el profiláctico. El profiláctico en sus dos usos, como adjetivo, que indica prevención, defensa, y el relativo a la designación de la funda elástica que se coloca en el pene durante el coito. No más coitos por favor.
En los 80, el periodista, cineasta y crítico de arte, Hervé Guibert, supo en voz de un empresario dedicado a la venta de fármacos que había una nueva enfermedad en el mundo (Sida). Al contárselo al filósofo Michel Foucault en una cena, el autor de la Historia de la sexualidad le respondió “desternillándose de la risa”: “Un cáncer que sólo afectaría a los homosexuales, no, sería demasiado bello para que fuese verdad… ¡Es para morirse de risa!”. Si hoy cenara con Foucault y le contara lo que estamos viviendo, seguro me respondería: “Te imaginas, que la humanidad desapareciera por una enfermedad que se transmite por los abrazos y los besos, no, sería demasiado bello para que fuese verdad”.
Pero de los abrazos y los besos pasamos a la enfermedad de los ricos. De pronto en México nos olvidamos de las raras costumbres alimenticias de los chinos o de besos y abrazos como el contagio de todo mal. Los ricos, los pudientes, eran los portadores de la enfermedad. Los primeros infectados mexicanos trajeron el virus al país por sus viajes al extranjero. A Europa y Estados Unidos principalmente.
¡Qué hermosamente cristiano resultaba todo esto!, ¡qué proverbial! Una pandemia que afectara a los ricos. No era el cólera que durante la epidemia de 1991 a 1995 afectó sobre todo a los habitantes de las zonas más marginadas de México. No, ahora se trata de los ricos, a los que no los salva su dinero, porque no hay vacunas, no hay curas y no hay hospitales que los atiendan.
Son ellos y quienes creen ser ricos, los que salen despavoridos a realizar compras de pánico. Los que fomentan y alientan teorías de conspiración. Los que después de viajar por el mundo les piden a sus empleados que se aíslen para que no propaguen la enfermedad. Ellos, los que demandan solidaridad y dan vacaciones adelantadas sin goce de sueldo, porque el gobierno no quiere apoyarlos para que sus empresas no quiebren.
El especialista en redes sociales Alonso Cedeño publicó un estudio que revela que 21% de la conversación en la primera quincena de marzo se centró en el pleito entre usuarios por las compras para acumular productos sanitizantes y papel de baño. El 13% de los usuarios comentaba que las compras las hacían sólo para hacer alarde de su situación económica y poder adquisitivo.
Que se preocupen los dueños de los grandes capitales. Esta vez la pandemia no afectará a los más pobres.