Noté un ansia desmedida porque el coronavirus adquiriera carta de naturalización mexicana. Había una suerte de prisa por saber qué día sería marcado como el de la aparición de la enfermedad. Una impaciencia por conocer quién sería el primer muerto. ¿Uno de los nuestros?, ¿uno de los otros?, ¿acaso seré yo?, ¿cuándo voy a enfermar doctor?
Sobre la urgencia que veía en la gente, platicaba con una colega psicoanalista y mientras yo pretendía verlo desde la pulsión de muerte, ella sostenía (ignoro si aún lo haga) la tesis de que era la muestra de la necesidad de pertenecer, de identificarse. Como si el nuevo iPhone hubiera salido al mercado y todos enloquecidos hacen filas afuera de la tienda para ser los primeros en tenerlo.
Una vez que se confirmó la verdad del coronavirus, desde el primer infectado, hasta el primer fallecido. La actuación en espejo vino como en efecto dominó. México no había decretado —ni para cuando escribí esto lo había hecho— una cuarentena obligatoria. No había confinamiento oficial. A lo más que se llegó con los significantes fue a decretar un “aislamiento familiar” voluntario. Pero eso no fue impedimento para que la gente en redes sociales ya comenzara a contar los días en su encierro.
Del conteo pasó a la iniciativa popular. Condóminos de un residencial de clase media alta en Ciudad de México salieron a sus “balcones” a cantar el Cielito lindo. En respuesta a la iniciativa europea de salir y cantar música clásica, poner altavoces para reproducir música de antro o componer ensambles con los vecinos. Del símbolo nacional, la reconvertida canción ranchera de finales del siglo 19, se pasó a la música popular española. Ahora se pedía cantar Un ramito de violetas, que ha sido tantas veces versionada, que en una de ellas cayó en manos de la Banda El Mexicano. La música de banda es un género que hoy hace más sentido a los mexicanos que la música ranchera.
Mientras el gobierno mexicano seguía —a pesar del registro de la enfermedad— la presencia del virus, los medios de comunicación hicieron su propia identificación. Algunos olvidaron sus diferencias editoriales y comerciales y se unieron para lanzar una iniciativa temprana para que las personas se quedaran en su casa.
Ya somos occidentales de nuevo. Estamos atacando la enfermedad oriental al modo europeo. Nos hemos igualado, al menos en el imaginario, a lo que creemos que en otros países están haciendo. Sin importar si está funcionando o no. Si podemos convertir al coronavirus en un instrumento novedoso del mercado que debe ser adquirido tarde o temprano, incluso para tener —creemos, otra vez— inmunidad, habremos actuado conforme a las leyes del capitalismo que nos rigen.
Pero si esta teoría, la de querer tener coronavirus para identificarnos, se pudiera sostener, entonces al actuar así habríamos logrado algo más. Su incorporación casi inmediata a la patología en la vida cotidiana.
Podríamos decir con Michel Foucault que la biopolítica se vuelve a manifestar para normalizar la vida. Si es a través de la irrupción de un nuevo enemigo del cuerpo como las relaciones sociales, comerciales, educativas, familiares, laborales, se van a reconfigurar, parece que estamos dispuestos a hacerlo. Porque, además se dice que cuando menos 85% de las personas contraerán el virus alguna vez en su vida.
Quizá, después de esto, ese otro 15% que no lo contraerá sea visto como el nuevo loco. Al que ahora no hay que encerrar, sino por el contrario, hay que sacar a las calles, besar, abrazar, toserle, escupirle, a ver si de una vez se enferma de identificación.