Estos dos últimos años he tomado una larga pausa en mi profesión, he pasado por el proceso completo que ha ido desde el desinterés hasta el anhelo de volver a hacer lo que me hacía feliz. Y durante todo este tiempo la pregunta constante ha venido a mi mente: ¿por qué elegí periodismo?

En 2018 me mudé a Alemania, mi objetivo era muy claro; hacer una maestría en Medios y Comunicación Política en la Frei Universität (FU). Sabía que sería todo un viaje en el que me encontraría con buenas y malas sorpresas, pero ahí estaba yo de 29 años, con una maleta y un boleto sin retorno, muy decidida a emprender el viaje a un país completamente desconocido.

Sólo tenía que hacer una cosa: aprender muy bien alemán en 8 meses y después aplicar a la universidad (con la cual ya había tenido contacto y todo parecía ir en buen camino). La academia de idiomas a la que me había inscrito tenía muy buenas reseñas, me prometían clases intensivas, tiempo para trabajar y orientación completa con mi proceso de migración.

Entonces volé con toda el entusiasmo latino, que nunca noté en mi misma hasta que llegué aquí. Pasé mis exámenes básicos de Alemán (A1 y A2), encontré un cuarto en un barrio turco y  conseguí una bicicleta de la RDA para explorar la ciudad. Los primeros meses, a pesar de muchas precariedades y de la pesada burocracia alemana, parecían venirme muy bien.

Pero luego llegó el siguiente nivel del alemán, el B1. Y entonces todo se vino abajo, la frustración se instaló junto con el invierno intenso, los -6 grados bajaron mis defensas, mi cuerpo pesaba a pesar de que había perdido 5 kilos. No tenía ganas de nada y los comentarios bien intencionados pero duros (típicos de los berlineses) no se hicieron esperar.

“¿Periodismo? Debes de tener un muy buen nivel de alemán, casi un C2. Es como ser un escritor, no todos pueden ser periodistas. Los medios alemanes nunca dicen la verdad, ¿en serio quieres estudiar eso? ¿Por qué no estudias una ingeniería? Olvídalo eso es muy complicado”.

Y sí, lo olvidé, dejé de decir que era periodista en México y que quería hacer una maestría. El idioma cada día era más difícil de aprender, sabía que no lo iba a lograr. ¿La Frei Universität? Tachada de mi lista de cosas por hacer. No era yo, me había apagado. Alguien más se había apoderado de mí y no sabía quién.

Por otro lado, mi trabajo en un Café de la izquierda alemana me emocionaba en demasía, tenía compañeros con ideas políticas similares, apoyábamos al movimiento LGBT, a gente de la calle, refugiados y a las minorías. Pero algo no iba bien, por más que me esforzaba por hacer un buen trabajo, no me sentía suficiente. No existían los comentarios motivantes a los que estamos acostumbrados en Latinoamérica. Sólo trabajo. A secas y nada más.

Me tomó un tiempo entender también que la puntualidad no sólo se trataba de llegar a la hora indicada. La puntualidad en un trabajo alemán, es llegar 10 minutos antes para guardar tus cosas, ir al baño a lavarse las manos, tomar agua y preguntarle a los colegas si necesitan ayuda. Después de todo este ritual, puedes comenzar a trabajar puntualmente.

Decidí dejar mi trabajo, mudarme de barrio y repetir mi nivel de alemán, esta vez estudiaba siete horas en la escuela e intentaba hablar lo más que pudiera el idioma. Las cosas se fueron acomodando pero yo ya tenía claro que el periodismo ya no iba a ser parte de mi vida. Odiaba el día en el que había tomado la decisión de estudiar lo que estudié.

Hasta que el Covid-19 llegó y también el encierro. Esa sacudida que a todos nos pegó, me dio la oportunidad de volver a colaborar con medios y de retomar esta profesión como un salvavidas en este turbulento mar. Informar se convirtió en una forma de sobrevivir.

Me di cuenta que entre el caos, ya tenía el nivel necesario de alemán para poder aplicar a una universidad. Así que la Frei Universität (FU) volvió a mi vocabulario y a mi lista de cosas por hacer. He aplicado a esta institución pero ahora a otra Maestría que me permitirá estudiar este duro proceso de migrar y una nueva pasión; el servicio social.

Decidí hacer este pequeño ajuste profesional y académico, porque me di cuenta que Berlín es justo el lugar perfecto para ayudar. Que sus matices, sus realidades y su historia tan dura, puede ser el peor enemigo del migrante, pero también puede ser el lugar perfecto para ser libre y para comenzar de nuevo.

En esta columna, no sólo quiero reconciliarme con mi profesión sino también fusionar mis nuevos intereses, informar sobre esa Alemania prometedora que también se parece a Latinoamérica, que tiene sus fantasmas y sus contradicciones. Quiero contar esas realidades que parecen tan lejanas a nosotros pero que indudablemente nos unen más de lo que imaginábamos.

 

Diana Gómez

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