Por: Mario Galeana

 

Una hoguera en la plaza pública de Ajalpan arde junto con los cuerpos de los hermanos Copado Molina. Es la noche del lunes 19 de octubre. Las campanas suenan. Una multitud grita, enloquecida, con el olor de la carne chamuscada. Con el olor de la muerte.

De eso hace seis meses. Pero quien haya presenciado aquella noche dirá que, en realidad, las cenizas de los cuerpos de Rey David y José Abraham aún flotan sobre aquel municipio de la Sierra Negra.

O eso creen, al menos, los 15 hombres y mujeres que, con las botas y los uniformes de la Policía Municipal puestos, intentaron proteger la vida de los hermanos Copado Molina hasta donde les fue posible.

ARCHIVO/AGENCIA ES IMAGEN
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Fallaron, sí: la turba de pobladores que asesinó a los hermanos los superaba en una proporción de uno a 20.

Hoy, como si tan sólo hubiese pasado un día o una semana del trágico suceso, los uniformados sienten la misma uña del miedo clavada sobre el vientre, el mismo sabor amargo atorado en la garganta que no se va, con el que luchan a base de terapias psicológicas.

“Es algo con lo que hay que luchar. Ver algo como lo que ocurrió esa noche te pone mal. Te hace violento. Yo no soy así y no quiero ser así”, dice uno de los policías municipales bajo el velo del anonimato.

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En Ajalpan hay calma. Se han cumplido los 180 días bajo los que, por decreto, el gobierno del estado asumió el mando policial del municipio. Medida inédita para un hecho inédito: el asesinato tumultuario de dos encuestadores, que vienen de la Ciudad de México, señalados de forma errónea como presuntos secuestradores.

La historia, desde entonces, es conocida: los hermanos fueron escoltados hasta la comandancia de Ajalpan, ubicada en el ayuntamiento, por un puñado de policías municipales.

Afuera, las campanas de una iglesia convocaban a una multitud sin rostro que, armada con machetes y varillas, se apostó sobre el Palacio Municipal.

La turba quemó el recinto. Saqueó oficinas. Y entró en la vida de los Copado Molina.

Uno a uno, los policías municipales fueron separados de los hermanos. Al final, entre alaridos de dolor, Rey David y José Abraham fueron quemados en la plaza pública del municipio.

¿Cómo explicarse algo así? ¿Cómo recordar la hoguera sin sentir las tripas revolverse? ¿Cómo mirar hacia delante?

“Le soy honesto: sigo con ese sentimiento. De impotencia, de frustración. Se tiene que trabajar de alguna manera. Con terapia psicológica, porque sabemos que eso hace daño. No nos deja trabajar como deberíamos. Por eso no hay más que la ayuda profesional. Solos no podríamos salir”, cuenta otro de los 15 policías municipales que presenciaron la noche triste de Ajalpan.

Hasta esa noche, los policías municipales aseguran que su trabajo radicaba en mediar episodios de violencia familiar, robos a transeúnte, pandillerismo y ocasionales pleitos entre borrachos los fines de semana.

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Nunca a una turba dispuesta a moler a golpes a dos hombres inocentes. Nunca a una turba dispuesta a quemar a dos hombres inocentes. Nunca a una turba dispuesta a fotografiarse con los restos de dos hombres inocentes.

Las investigaciones de la Fiscalía General del Estado (FGE) derivaron, hasta ahora, en la detención de 12 personas partícipes en los hechos. Pero, a decir de los uniformados, 12 caras no completan el rostro entero de la turba.

“Es lógico, vaya. Ver la cantidad de gente en videos, fotografías… ¡claro que son más los involucrados! No fueron sólo doce, pero eso no está en manos de nosotros. Es competencia de la Fiscalía. Si se hacen más o menos aseguramientos, no depende de nosotros”, sostiene otro policía.

El presidente municipal de Ajalpan, Gustavo Lara Torres, solicitó a las autoridades del estado permanecer al mando de la seguridad del municipio, medida que los uniformados locales ven con buenos ojos.

“Ha habido buena coordinación con el estado, y se acercan tiempos difíciles: las elecciones”, asevera uno.

La calma vuelve a Ajalpan.

Lo que no se ha ido, hasta ahora, ha sido ese olor de cenizas.

Ese olor a muerte.

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