En su maravilloso libro Hijos del fútbol, el escritor español Galder Reguera comparte una definición perfecta sobre el fanático de fútbol: «El hincha de siempre se entiende a sí mismo como incondicional, ve su relación con su club como si fuera uno de los imprescindibles del poema de Bertolt Brecht: aquellos que luchan toda la vida».
Hay cosas para las que uno cree estar preparado, pero se da cuenta que no lo está hasta que se encuentra frente a ellas. En mi caso, renunciar a algo que amo con el alma, como el fútbol.
El fútbol ha sido el vehículo —inmejorable— de este viaje próximo a cumplir los 37 años.
Por principio, la relación con mi padre no tendría —si es que tiene— ni pies ni cabeza si no fuera por este jueguito. El balón y todo lo que lo rodea ha sido nuestro mejor código de comunicación —e incomunicación—, desde que tengo uso de razón.
De igual forma, aunque con un vínculo menos pasional pero igual de amoroso, el fútbol ha sido fundamental en la relación con mi madre (como sus visitas obligadas a mis partidos de Primaria o su buena vibra cada vez que juega el Puebla) y con mi hermana (quien, para no ir muy lejos, con todo y el repele que le provoca este deporte, apenas el sábado pasado se sometió al viacrucis en que se convirtió acompañar la visita de la Franja al Azteca); ambas, con el único objetivo de verme feliz.
Y así podría seguir mencionando nombres y momentos: los amigos y los juegos en el recreo, en el parque de la esquina o en el patio trasero de alguna iglesia; las contadísimas relaciones sentimentales sustentadas en mi insufrible papel de historiador sobre estadios, jugadores y leyendas urbanas que, seguramente, a ellas en nada les interesaba; así como las más bellas y enriquecedoras experiencias profesionales, protagonizadas por gente y lugares que en mi vida imaginé conocer.
Pero hay momentos que nos exigen definirnos.
En lo absoluto hace falta mencionar qué ha originado esta decisión cuando lamentablemente (y digo ‘lamentablemente’, en primera, porque es tristísimo; y en segunda, porque hay cosas mucho más importantes de las cuales indignarnos en esta ciudad, en este estado y en este país) no se habla de otra cosa.
Hoy, el fútbol de México (dueños de clubes, directivas, medios de comunicación y todos aquellos que han alimentado la mafia que hoy decide qué, cómo, cuándo, dónde y por qué, sabiendo que siempre cuentan con nuestro consentimiento, nuestra complicidad, nuestra ingenuidad, nuestra imbecilidad) enterró por completo la poca credibilidad que le quedaba.
Después de lo que hemos sido testigos desde la tarde del pasado sábado, y que estúpidamente nos hizo creer que algo por fin estaría por ocurrir, el anuncio realizado por los títeres de los verdaderos jefes, además de cínico, miserable, asqueroso e insultante, es indefendible.
Se acabó. Han dilapidado cualquier asomo de dignidad, de interés, respeto o, por lo menos, de empatía por los aficionados, esos mismos que les llenan el bolsillo, los empoderan y, por encima de todo, les calman el hambre.
Siempre valdrá la pena ser de «aquellos que luchan toda la vida». Pero por algo que valga la pena.
Por Miguel Ángel Caballero Ortega / @donkbitos16