Las maneras del agua, es un libro inquietante que elogia y alaba a María Teresa de Ávila. Lo he leído en el viaje de regreso de Aguascalientes y después de haber asistido a participar en las Jornadas de Poesía con motivo de la entrega del Premio Bellas Artes de Poesía 2016, en el que este libro resultó ganador y tengo todavía –hoy que escribo–, grabadas las resonancias que Minerva Margarita Villarreal ha cantado desde su propia sangre. Y es que la poesía no puede ser un atisbo o acercamiento de tibieza a lo que nombra, ni puede aquel que la escribe, quedarse mirando desde afuera las cosas que darán materia a sus poemas. La poesía, la verdadera y no aquella adornada por sueños vanguardistas y performanceros o la que puede verse escrita para asombrar “al honorable”, siempre ha llegado de aquella palabra que vino de la vida del poeta, de esa palabra que ha llegado a la página, después de una historia fraguada y cimbrada en el organismo del poeta. Prefiero esa poesía donde canta el poeta como un ser desatado y en el canto busca, acierta y deja su canto poderoso en el verso que tuvo que escribir y no morirse.
Escribir la poesía de la que ha sido testigo el poeta, es un acto que libera del misterio las cosas que desconocíamos, o simplemente, la edifica como una construcción de la que nunca habíamos visto su nuevo rostro.
La convicción del poeta, cuando escribe lo que algo incomprensible le dicta, es llegar al final de cada poema como para salvar la vida. Y en la escritura se alaba, se celebra, se reclama, se rememora, se trata de cristalizar el agua, se procura atrapar y guardar el fuego y, en ello, se busca nombrar todo lo que pudimos ver en la galería profunda de las obsesiones. “Los que dicen saber aseguran que la primera línea de un poema llega dictado por los dioses, después el poeta tiene que ir levantando el resto…” ha escrito con buen tino José Javier Villarreal y quizás lo “incomprensible” de donde creo que llega la voz, sea los dioses colocando la primera línea del poema y como heredero de la omnisciencia, el poeta se vuelva inherente parte de ese nuevo “incomprensible” que escribe el canto contra su tiempo y su historia.
En este libro de Minerva Margarita Villarreal (Montemorelos, Nuevo León, 1957) que ha sido reconocido por el premio de poesía más importante de nuestro país, puede verse el fuego y la entrega de una voz que quiso en la sonoridad y la hondura –necesarias en toda poesía–, verter la sangre completa como desde una incontenible sangría. Puede verse el acucioso cuidado del verso, pero antes que eso, se alcanza a saber y con los dedos pueden tocarse las costuras y percibirse el hilo con que se ha bordado cada uno de los cuarenta y nueve poemas que lo componen. Los poemas de Las maneras del agua respiran el fuego limpio de los versos que arden en el corazón de la poeta y se dibujan amando a la santa Ávila. Los poemas de Minerva Margarita respiran en el fuego, como el pez respira en el agua y ha sido el fuego el que los trajo a la página, de eso no tengo dudas.
Los libros de poesía, para mí, suelen ser fantasmas después de la lectura y me ocurre sistemáticamente con cada uno de los libros que leo y me gustan. Me persiguen, no me dejan en paz, me buscan en los sueños, me llegan a despertar, me esperan en la esquina, resurgen en un bar, en el cuerpo que me acompaña, en el mercado, en el silencio escaso del día, me dan de comer… Nunca dejan de alimentarme desde que nos leímos, desde que nos encontráramos en el milagro, como en otro mundo y que será para siempre. Los que no leen poesía no pueden saber de esta curiosa magia que nos ata a los libros de poesía que en la lectura nos cautivaron. No lo saben y no lo sabrán si no se entregan a la lectura de la poesía con la libertad de ser lectores creyentes y no lo entenderán, por eso hasta tienen la amabilidad de burlarse de la propia poesía que todo lo perdona.
Con el libro de Minerva en mis manos y en el sopor del viaje, fui leyendo sus piezas poéticas durante un tiempo en donde más parecería ser aquella lectura un sueño. Cerraba los ojos con el libro en las manos y volvía a sus páginas y escuchaba su voz –luego de haberla escuchado en su lectura en vivo un día antes– y renovaba el zumo que estaba leyendo. Dicen que nadie lee mejor los poemas como el que los dijo, y estoy totalmente de acuerdo.
La poesía de Minerva Margarita Villarreal, en este libro al menos, puedo decir que en su madurez y habilidades, están los mayores valores. La sencillez, viene con el tiempo; es un crecimiento que bien podría confundirse con el retroceso o el estancamiento, pero no. La sencillez, sin confundirla con lo simple, es el don que nos da o no, el tiempo. La sencillez sólo sucede en la madurez del poeta (lo aseguraba Juarroz) y en este libro de Minerva Margarita Villarreal se encuentra esa sencillez que perfecciona al poema, esa sencillez que traza una luz nueva por los senderos de la poesía. Allí encuentro lo sencillo y hermoso, el dolor descrito con las espinas necesarias, el sacrificio con el dolor y la sed del grito con tal precisión que me deslumbra.
El libro de Minerva Margarita Villarreal, mi amiga ya en los años, es un libro de esos que ya comenzó a perseguirme.