Las veinte historias de acoso relatadas ayer en estas páginas por igual número de compañeras de Excélsior me han dado vueltas desde que las leí.

¿Qué diablos pasa por la cabeza de muchos hombres?

Si en la redacción de un periódico podemos encontrar tantas historias nefastas de agresión a mujeres que sólo están cumpliendo con sus ocupaciones diarias, no estamos ante un fenómeno aislado.

Acoso en la calle, en el transporte público, en el centro de trabajo, en la iglesia, en espectáculos públicos y hasta en la puerta de la casa…

Ningún hombre debiera decirse indiferente. Éste es el resultado de una cultura machista que a todos nos han inoculado desde niños y que, consciente o inconscientemente, reproducimos de una u otra manera en nuestra vida cotidiana.

Por supuesto que no todos los hombres son acosadores, pero todos participamos en alguna medida en la construcción de los estereotipos masculino y femenino que predominan y que propician ese tipo de agresiones.

El gimnasio al que acudo tiene un enorme letrero que invita a inscribirse porque mejor que ceder ante el antojo es convertirse en el antojo. Por supuesto, la frase publicitaria está ilustrada por la imagen de una mujer haciendo ejercicio.

¿De veras? ¿Ésa esa la razón por la que creen que una mujer debe ejercitarse, volverse un “antojo”?

El machismo cultural aparece por todas partes y su producto es la cosificación de la mujer.

De ahí se desprenden actitudes que relegan a la mujer a ocupar lugares secundarios en el hogar y el centro de trabajo, y que, entre otras cosas, disponen que el salario que recibe una mujer generalmente sea inferior al de un hombre, aunque la carga sea igual.

Todo esto comienza en la niñez. Yo tuve la fortuna de ser criado por un padre que colaboraba al parejo en las tareas del hogar. Lo recuerdo lavando los platos, poniendo la mesa, tendiendo la cama y yendo por el mandado, y quizá por eso no me molesta hacer ninguna de esas cosas.

Sin embargo, la cultura sigue dictando que las tareas de la casa no son propias de los niños, sino de la madre abnegada, la abuela consentidora o las hermanas que deben ir aprendiendo su rol.

La cultura machista se aprende en la escuela, donde cualquier niño que no es considerado suficientemente hombre es víctima de bullying por parte de sus compañeros e incluso sus compañeras.

Decir que el machismo es cultural no significa que sea irremontable. Se puede cambiar, así como la humanidad ha cambiado muchas cosas a lo largo de su evolución. Pero esos cambios no ocurren solos.

La equidad de género y el respeto de los hombres a las mujeres tiene que enseñarse en casa y debiera ser una materia obligatoria en la escuela.

Es una vergüenza para mi género que, según el Inegi, cada año un millón de mujeres sean tocadas por extraños sin su consentimiento.

También hay mucho que las mujeres pueden hacer al respecto. De entrada, las madres no deben seguir educando hijos en la cultura machista.

Señora, por favor —se lo pido como hombre—, ponga a sus hijos varones a hacer trabajo en el hogar, no les va a pasar nada. Chavas, enseñen a sus hermanos a respetar a las mujeres porque los hombres no nacemos sabiendo tratarlas como se debe. Maestros, fomenten la colaboración de niños y niñas en el salón.

Y esto lo digo con mucho respeto: no es raro ver que las mujeres prefieran la compañía de un patán que la de un hombre educado y respetuoso.

De hecho, estos últimos tienen fama entre muchas mujeres de ser menos hombres, lo que hace que se reproduzca el estereotipo de hombre macho.

Hay muchas cualidades que hacen atractivo a un hombre. Si eligen las peores —el fanfarrón, el pedante, el violento—, las mujeres no ayudan a su causa. En cambio, si fomentan otras, propician el cambio.

Por cierto, si van al gimnasio, no dejen que los instructores les metan mano con el pretexto de enseñarles la rutina. Eso se ve todo el tiempo.

No estoy diciendo que las mujeres sean culpables de las agresiones de los varones. Lo que estoy diciendo es que las mujeres pueden hacer muchas cosas para cambiar la cultura dominante.

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