- Fabisch era maestra de piano y murió durante los bombardeos que destruyeron esta ciudad al final de la Segunda Guerra Mundial.
No se sabe mucho más de la maestra. Se tiene la certeza, eso sí, que vivió en el último piso de un edificio que de encontraba a la mitad de la Grossehamburg Strasse, justo frente a la Iglesia de Santa Sofía y a unos cuantos pasos del más antiguo asilo de ancianos, construido por la comunidad judía de Berlín.
Varios años después de la capitulación alemana del 8 de mayo del 45, algunos caritativos recuperadores de nombres se dieron a la tarea de revisar los archivos alemanes para encontrar la huella terrenal de los hombres, mujeres y niños que habitaron este edificio que ya no existe. Recuperaron los registros, departamento por departamento, y no sólo eso: también tomaron nota de los oficios de cada uno de los últimos inquilinos del complejo. Cuando terminaron con la lista se dispusieron a pegar los apellidos y los oficios en los costados de los inmuebles que fueron sus vecinos para que las futuras generaciones recuerden que la barbarie terminó con la existencia de seres humanos en una mañana de un día de un año sin que eso signifique, en absoluto, que sus memorias fueron arrastradas al pantano del olvido.
Fabisch era, en efecto, maestra de clases particulares de piano, pero su carrera no era próspera. Los habitantes de los altos de un edificio eran pobres y por eso debían subir todos los días hasta el cuarto o quinto piso por unas escaleras donde era fácil encontrar la monotonía del esfuerzo agotador. Al contrario de las generaciones futuras, las de hoy que gozan las ventajas del elevador, los acaudalados acostumbraban hacerse de la planta baja o cuando mucho del segundo piso. Fabisch como Schmit, debió resignarse, a fuerza del bolsillo, al ejercicio de la escalera para bajar y subir todos los días para llegar al trabajo o a las clases particulares.
Entre los dos edificios renovados que se mantienen en pie hay un delicado jardín. Lo protege un letrero que dice: cuidado con las áreas verdes. Cuando un aviso es tan enfático, se trata en verdad de algo serio.
Berlín es una ciudad con muchas áreas verdes, casi no hay calle que no guarde una con esmerada atención. Se trata de un fomento a la perpetuidad. El anuncio indica, y eso lo saben las nuevas generaciones, que debajo de las hierbas se encuentran los cuerpos de personas que no pudieron ser recuperados después de los ataques aéreos de los aliados durante las largas noches del 43 al 45. Cada flor de cada jardín representa la metamorfosis de las víctimas de una guerra de costó la vida a varios millones de alemanes.
La Grossehamburgstrasse es interesante para el viajero porque ofrece una pregunta perturbadora: ¿qué fue lo que produjo en Alemania la intolerancia racial del siglo XX? Más de un autor ha dicho con razón que el antisemitismo alemán no fue menor, ni siquiera antes de la guerra que el ruso o el francés, pero ninguno de estos desencadenó la muerte de más de seis millones en los campos de exterminio.
¿Qué fue lo que sucedió? En menos de cien metros, entre la esquina de la Sophienstrasse y la Rosentalerstrasse, justo en el viejo centro de Berlín (que quedó del lado Este después de la construcción del Muro) el viajero puede ver una especie de comunión entre interpretaciones distintas de Dios: una iglesia católica, un templo luterano y un panteón judío sobre el descansa eternamente el cuerpo de Mendelsson, el tío del músico, filósofo autodidacta que murió en esta parte de la ciudad el 4 de enero de 1786, mucho antes de que los ojos humanos conocieran en viva la representación del Infierno.
Antes de llegar al jardín donde reposan los restos de Mendelsson se encuentra un monumento a las víctimas de las posturas ridículas del enemigo identificado. Fueron miles los judíos que en aquellas noches del 38 fueron sacados de sus casas para caminar dos horas hacia la estación del tren que los llevaría a los campos de concentración de Auschwitz y Theresienstad. La sentencia es patética: nunca debemos olvidar esto y debemos proteger para siempre la paz. Hoy una piedra sobre otra piedra cuidan el alma eterna de Mendelsson, piedras que representan, a su vez, a los viejos residentes de este vecindario. Para los judíos no hay elemento que represente de mejor manera la igualdad de los hombres ante los ojos de Dios; una piedra es igual a otra piedra y es empedrado el camino que lleva al final de los tiempos. Los caminos del Señor son insondables y todos, todos, son empedrados.
Hay que caminar sobre la misma calle para encontrarse con la Rosenthalerstrasse. Hay que dar vuelta a la derecha y seguir la cúpula dorada de la vieja sinagoga que representó al Berlín del siglo XIX, el más grande templo judío que se mantiene en pie en esta capital de Europa. Cuando se construyó este edificio, la comunidad judía se preguntó sino rebasaba los límites de su creencia; era majestuoso y la idolatría es un impedimento para el judaísmo. Sin embargo, decidieron dejarla tan imponente como se ve hoy. Durante la noche de los Cristales Rotos del 38, hecho que representa más que ninguno el atentado contra los hijos de Moisés, los mensajeros del Reich decidieron echar para abajo esta joya de la arquitectura, pero un policía que la vigilaba les dijo stop, porque esto es contra la ley. Por razones que nadie entiende le hicieron caso, el edificio logró salvarse de las ruinas. Cuando Goebbels se enteró de la advertencia y de la orden del policía no lo condenó a muerte, pero decidió suspenderlo por anciano: gente como tú, ya no puede mantenerse en nuestra población. En esta sinagoga toco el violín Albert Einstein antes de migrar a Estados Unidos y poco después de haber aportado al mundo sus teorías de la relatividad.
Durante los bombardeos del 44 y 45 los judíos decidieron pintar de negro las cúpulas doradas de la sinagoga para camuflarlas en medio de la noche. Divinamente se mantuvo en pie. Durante muchos años se mantuvo en ruinas durante los años de la guerra fría. En 1987, dos años antes de la Caída del Muro de Berlín, Erich Hoeneker comenzó la rehabilitación para festejar la apertura de relaciones diplomáticas con Israel. Koll, ya con el muro abajo, fue encargado de presentarla como una recuperación del pasado.
Durante la década de los veinte, la Rosenthalerstrasse era famosa porque sobre ella se juntaban las prostitutas más bellas de Berlín. El paraíso y el pecado a dos cuadras de distancia. Hoy las encantadoras mujeres han regresado a sus puestos de trabajo como si nada hubiera pasado en los últimos ochenta años de historia. Durante el Mundial, en 2006, la FIFA dejó que llegaran cientos de ellas y de diferentes países -sobre todo del Este- porque, según su presidente, es un asociación de futbol no el Opus Dei.
Por Mauricio Mejía / @LudensMauricio