/ @revistapurgante

Un manto negro y brillante se expande justo delante de mis descalzos pies, a escasos metros de la pequeña cabaña en la que habito, hace mucho más de lo que me atrevo a recordar.

El pequeño montículo hecho de basta y astillada madera, solo lo acompaña un árbol gris y retorcido a causa de las gélidas e imponentes brisas marinas que llegan del norte, poco antes de que la temprana estrella flamígera arrebata la oscura y espesa tinta que conforma el océano y la llene de sus tonos rojizos haciéndola así, partícipe de la expansión de él mismo, causada por los reflejos situados poco antes de la línea del horizonte. Un imponente faro situado a lo alto de una cumbre rocosa esparce su luz por toda la costa. Pocos pasos más hacia la orilla, justo al lado del pequeño muelle, donde las antiguas leyendas de pescadores cuentan mitos sobre estos llegando sanos y salvos de las fieras aguas, con las redes llenas de los peces más exóticos que un hombre nunca podría imaginar, yace una pequeña barca de madera cuyas tablas podridas se mezclan entre los colores verdosos de las algas que habitan las negras y puntiagudas rocas de la costa. Pero su final, comparado con el de los mitos antes nombrados, fue completamente distinto, pues no hay red ni pez alguno, y aún menos triunfante historia que recordar.

De repente el colosal faro dirige su mirada hacia mí, y el abrasador rayo de luz me alcanza dejándome totalmente paralizado, el ahora aterrador y desvanecido horizonte empieza a inclinarse ante mis ojos. Miro hacia abajo y contemplo lo que hace un instante he empezado a sentir, las afiladas rocas me cortan y desgarran la piel a medida que una fuerza inexplicable e increíblemente impetuosa me arrastra lentamente hacia el interior de la tierra. Una vez mi cuerpo ha sido parcialmente devorado por estas negras fauces, me doy cuenta de que ya soy capaz de mover mis pies y mis piernas, inmediatamente, tras vanos intentos para encontrar algún sitio donde apoyarme, una gélida brisa empieza a recorrer mis piernas, y noto como la desgarrada piel de estas empieza a desprenderse.

El misterioso frío es ahora más real, pues mis piernas reposan en carne viva y a medida que mi mente augura el mismo final para el resto de mi miserable cuerpo, apenas soy capaz de pronunciar palabra alguna, y aunque así fuese, no recibiría ayuda, pues solo y aislado estoy en esta bahía donde ahora habito entre dos mundos.

Su luz ha vuelto a despertarme esta noche.

A menudo he sufrido pesadillas de lo más reales, horrores de esos que hacen que te levantes de la cama cogiendo aire hasta llenar los pulmones y mantenerlos hinchados hasta estar seguro de que lo que estás viendo es la cruda realidad, o sigue siendo el mismo sueño que se ha ocultado dentro de otro y está al acecho, aguardando para volver a arrastrar tu miserable y vulnerable mente hasta lugares extraterrenales y de ultratumba.

Algunos no van a creer lo que voy a relatar a continuación, los hechos que llevan perturbando mi mente desde que llegué a esta pequeña bahía de una isla sin nombre en los mapas. Dudaría incluso al decir, que lo que he visto estos últimos meses no han sido más que desvaríos causados por la soledad, la desesperación y el misterio.

Su luz ha vuelto a despertarme esta noche.

La cegadora luz del faro situado en lo alto del peñasco en un extremo de la bahía me ha revelado durante un pequeño instante, la sombra del árbol que hay delante de la entrada de la cabaña de pescadores donde me he refugiado desde que el relámpago quemó hasta destruir por completo el habitáculo que había justo al lado de donde estoy escribiendo estas palabras. Apenas sé si realmente ha habido luz alguna, pues se difumina ahora entre la basta oscuridad de la estancia.

Desde la ventana, observo el promontorio en donde hace un momento el faro iluminaba toda la costa.

Su blanco cuerpo brilla imponente entre la turbiedad de la noche y parece una columna de mármol digna de los palacios de dioses que emergen de los cielos. Ahora me dirijo a ciegas entre la oscuridad mitigada por la tenue luz fría de la luna hasta la mesita, justo al lado opuesto de donde se encuentra mi lecho. Enciendo una vela medio derretida. Por un instante adquiere cierta similitud al faro que observo a la lejanía, excepto por su luz que hace ya tiempo que murió. Me quedo mirándola pensativo durante unos segundos.

¡Necio de mí! Pienso, pues la larga mecha negra que se abre paso entre la llama, aún parece estar hecha más a imagen y semejanza del gran pilar del que os he hablado. Se tuerce a medida que pasa el tiempo, del mismo modo en que lo hace el faro cada noche que se giran tempestades alrededor de él. Las gruesas gotas diluviales retuercen su silueta y las rocas donde se sitúa me recuerdan a veces a los misteriosos peces de las profundidades, que buscan una presa fácil atrayéndolas con su tentáculo fosforescente. Salgo del ensimismamiento a causa un olor fuerte que alcanza la altura de mi nariz, que por un momento se ha mezclado con el calor de la vela. Me levanto y sigo el rastro nauseabundo hasta la parte trasera de la estancia, para ello he tenido que salir y no me he dado cuenta de que había empezado a llover hasta que no he puesto un pie fuera de la cubierta del tejado.

Una vez allí, descubro lo que me temía, pues una vez más he descuidado mis quehaceres y he olvidado tirar los restos de pescado al mar. El hedor es insoportable, y muy a pesar de poner la solapa de mi abrigo delante de mi nariz, se me hace insufrible aguantar tanto tiempo la respiración. Una vez recogida la viscosa y putrefacta masa acumulada durante toda la semana, me acerco a la orilla, justo delante del pequeño muelle iluminado por una linterna de aceite. Vuelco el cubo al agua y un color rojo y blanquecino causado por la sangre y las escamas del pescado empieza a flotar y poco a poco se va diluyendo hasta que la negra tinta del mar lo absorbe por completo.

De repente, la pequeña ofrenda que he vertido al mar ha enfurecido el viento, y la brisa mezclada con las pequeñas gotas de lluvia, es ahora un viento gélido que me desgarra la piel y las gotas de agua me ciegan los ojos a medida que empiezo a correr descalzo sobre los aguijones de roca hasta llegar de nuevo a la morada. Una vez dentro, advierto que la vela se ha apagado al igual que lo hizo el faro aquel fatídico día. Enciendo otra vez la mecha, que inclinada flota entre la cera aún líquida, y se derrama un poco sobre la libreta que yace abierta justo al lado del tintero. La fría pluma bañada en tonos carmesí que tengo ahora entre mis dedos, empieza a escribir torpemente a causa del entumecimiento de mi mano. En la pequeña libreta escribo el nombre: QUEEN ANNE.

La semana que mis pies tocaron los negros y rugosos peñascos de la bahía por vez primera, empezó irónicamente poniendo estos mismos pies en las blancas y lisas tablas de la cubierta de un buque de la Marina Real de Nueva Charlesway en Lockinge. Lockinge había pertenecido al antiguo reino de Charlesway muchos siglos antes en el tiempo, pero debido a la guerra y posteriormente a la colonización de los reinos vecinos, pasó a ser capital del actual reino gracias a su vasta extensión, sus puertos, ríos y montañas en las que se observaban el resto de ciudades próximas y no tan próximas. La próspera ciudad de Lockinge se extendía desde la desembocadura del río Sogen, hasta la base de la sierra de Sen, un conjunto de montañas que encabezaban en altura el resto de picos del continente. No era mi primera vez a bordo del gran buque de la Marina Real de Nueva Charlesway, pero si la primera como segundo de a bordo para esta tarea a insistencias del capitán, un viejo lobo de mar cuyas historias que suele contar en las tabernas de los muelles de las ciudades y pueblos circundantes del reino se remontan a tiempos lejanos y muchas veces se deslizan sinuosa- mente entre lo mundano y lo de ensueño. Historias que despiertan las ansias de navegar mares hasta costas des- conocidas y que, a su vez, avivan cuestiones que es mejor no preguntar.

Nos dirigíamos a la isla de Morne, a unos siete días de trayecto si todo iba como estaba planeado. La misión del Queen Anne era la de traer de vuelta a la tripulación del Colonius, el cual había encallado en las tortuosas rocas a unas millas al sur de la isla de Morne a causa del descenso de la marea. Por lo visto, el capitán del Colonius hizo llegar un pájaro mensajero negro con una nota informando del accidente a James Stewart, capitán del Queen Anne, pidiendo un rescate inminente, ya que el cielo anunciaba que pronto llegarían tempestades provenientes del norte, y pasarían días hasta que amainaran y pudiéramos emprender el viaje desde el puerto de Lockinge.

Así pues, fue como el capitán James Stewart, el cartógrafo John Slater y yo, junto con nueve hombres más, partimos del gran puerto de Lockinge en dirección a la isla de Morne a las cinco en punto de la madrugada, cuando apenas las primeras pinceladas del sol esparcían sus colores amarillentos en el firmamento.

Estuvimos navegando día tras día, y los días parecían se- manas en un mar donde el tiempo no parecía transcurrir. El mar estaba en calma hacia las siete de la mañana y así lo había estado desde que partimos de nuestra ciudad. El cartógrafo estaba debajo de la cubierta, calculando las horas de subida y bajada de la marea cerca de la costa de Morne para evitar otro naufragio innecesario. Mientras tanto, James Stewart, quien no paraba de fumar su pipa desde que partimos, me contaba historias de los islotes que íbamos dejando atrás a medida que surcábamos las tranquilas aguas del mar del Norte.

Su barba, como la de John, el cartógrafo, era blanca y estaba teñida de un color anaranjado a causa del humo del apestoso tabaco que fumaban sin cesar.

Los dos habían sido camaradas desde que eran jóvenes, y cuando ascendieron al capitán, quiso traerlo consigo también a bordo del Queen Anne, pues de todos es sabido que afanosa es la tarea de hallar un cartógrafo digno a pesar de la cantidad de voluntarios de categoría que se presentaron.

De repente, a lo lejos, pude observar un conjunto islotes con unos peñascos que parecían grandes incluso desde la distancia en la que estábamos. Se trataba de Creka, afirmó el capitán, un archipiélago que constaba de cinco islas escarpadas de apenas seis quilómetros cuadrados cada una. Cuando estuvimos más cerca, el capitán James giró el timón hacia la izquierda en una maniobra para rodear el archipiélago. El cartógrafo subió deprisa desde la cubierta e informó al capitán que si cruzáramos por el medio de las pequeñas islas llegaríamos un par de días antes. Pero el capitán James Stewart se negó en rotundo, pues ese era el archipiélago de Creka, nos advirtió, y nadie que hubiera cruzado jamás por entre los peñascos de esas islas había regresado para contarlo. Las leyendas cuentan que, años ha, el archipiélago de Creka había sido la isla con el mismo nombre, una grande y próspera que albergaba uno de los puertos más ostentosos que trazaban las rutas de mercaderes más importantes de los siete mares. Allí, las grandes torres de las más considerables personalidades de la isla, se erguían colosales entre la hondonada que rodeaba el gran peñasco. La villa, que se situaba justo después del puerto principal, era hogar de poco más de cuatrocientos civiles que vivían en las pequeñas casas de madera que la conformaban. Pero la isla aguardaba un secreto oscuro, pues se cuenta que los primeros habitantes de esta, fueron asesinados por los colonos y estos los enterraron en las arenas de la costa, para ocupar su sitio y prosperar como civilización.

Sin embargo, poco perduró la paz y tranquilidad en esa magnífica isla, pues hace un par de siglos, un ejército de olas de tamaño colosal arrasó todo cuanto encontraron por delante, dejando ver solamente los picos más altos de la isla de Creka. Así pues, los pequeños islotes ahora visibles, no son más que un vano recuerdo de lo que antes fue una de las mayores e importantes islas de los siete mares. Ahora, una terrible maldición aguarda a quienes osan adentrarse entre las rocas, pues se dice que los cuerpos enterrados en la costa de Creka surgen de entre las aguas para hundir todo galeón, fragata o bergantín que curioso se atreva a cruzar.

—¡Bah! Son solo leyendas— dije.

—¡Las leyendas no hunden navíos ni se tragan islas enteras!— gritó James.— Pero la ignorancia es aún peor chico, la ignorancia hila con la estupidez, igual que el mar con el cielo y el mal está justo en el medio tejiendo el hilo, y al final todo se resume en un inmenso océano donde apenas se distingue el horizonte.— El capitán carrasquea y prosigue— No me hagas caso chaval, pero el día que el mal venga a buscarte, espero que sepas distinguir los dos tonos de azul.

Pasaban los días y el mar seguía en calma, mentiría si dijera que no fueron pocas las veces que pasaron por mi mente sospechas causadas por esa calma que nos acompañó desde la partida del muelle de Lockinge. Pareciera increíble que tales historias de terribles tormentas que azotan la mente de quien es partícipe de ellas, de majestuosas islas ahogadas en el océano por colosales olas de tamaños y formas indescriptibles e incluso de abominables masas de personas que ya no son personas surgidas de las profundas y oscuras aguas del océano hundiendo grandes navíos, fueran concebidas en el mismo escenario en el cual el Queen Anne avanzaba silenciosamente a un ritmo sorprendentemente veloz a pesar de las circunstancias antes nombradas.

Llegado el ocaso, el Sol se bañó en el mar como cada jornal, pero ese día no lo siguió la Luna, o por lo menos no la pudimos distinguir entre las espesas nubes que aparecieron justo después de la partida de la última llamarada del Sol.

Entonces, una fría y blanca niebla surgió de entre las aguas y se levantó, acariciando sinuosamente la cubierta del barco hasta llegar al mástil más alto de la embarcación. Apenas se podía ver el final de este. Inesperadamente, el viento dejó de soplar y esto provocó que el barco quedase estancado en las sedosas aguas sin crear onda alguna a su alrededor. Fue entonces cuando la vi. Una luz cegadora atravesaba la densa niebla hasta llegar a nuestro alcance, nos llamaba a seguirla y el viento volvió a silbar entre las redes de los mástiles arrastrándonos velozmente hacia ella, pero cuando parecíamos llegar, la misteriosa luz desapareció.

De repente, el mar dejó ver las primeras crestas pálidas de las olas y pequeñas gotas heladas de agua empezaron a empaparme las mejillas, en ese momento nos dimos cuenta de que habíamos perdido el norte.

El capitán James Stewart, quién como comenté anterior- mente no dejó en ningún momento su gran pipa humeante, la escondía ahora detrás de la solapa de su abrigo con un gesto facial más bien enigmático. Las gotas fueron aumentando en volumen, cabal y velocidad y el barco se balanceaba ahora entre las agresivas olas en direcciones incontrolables. Pronto vimos unas formas gigantescas y afiladas como una hoja de ébano salir de las aguas entre la niebla.

No supimos que eran las puntiagudas rocas de un acanti- lado hasta que estas partieron la popa en dos de un solo golpe. Primero cayó el mástil delantero, donde estaba situada la bella figura de una mujer semidesnuda y con cola de pez, que antaño cortaba la brisa de los mares en busca de conocimientos, y ahora se hundía en las turbulentas aguas hacia conocimientos aún más turbulentos y oscuros. Luego le precedió el gran mástil central, cayendo al mar y ahogando con la vela a los pobres tripulantes que saltaron al agua para salvarse.

El legendario Queen Anne fue tragado por el oleaje en un santiamén, y yo fui arrastrado tras él. Cuando me desperté tosiendo grandes cantidades de agua salada, me di cuenta de que estaba totalmente solo, acostado en unas rocas frente a la costa de una pequeña bahía. Ante la magnitud de la tragedia, quedé atónito y horrorizado, pero logré recobrar la cordura e intenté visualizar algún camino rocoso para llegar a la orilla de la desconocida isla.

A causa del horror que tuvo lugar aquel día, mi memoria se ha visto mermada y a penas consigo recordar cuáles fueron mis primeros pensamientos al llegar solo al pequeño muelle, a escasos cientos de metros del naufragio. Quizá, podría atreverme a contemplar el hecho de que el temor y el impulso a la supervivencia salieron de mi ser y hasta días más tarde ese caos y preocupación, con el tiempo, pasaron a ser miedo y horror ante la situación en la que me encontraba. Quizá la tormenta había amainado y el agua volvía a estar misteriosamente en calma, como si todo hubiese sido un mal presagio, una alucinación, pero en todo había una admonición y un augurio, una sutil advertencia de la maldad y la fatalidad que albergaba este pedazo de tierra oscura.

Un ruido me despierta de mi ensimismamiento, me había quedado medio dormido, la tinta del diario en don- de hace un largo rato estaba escribiendo se ha corrido alrededor del nombre “Anne” de una forma muy peculiar, parte de ella he supuesto que se encuentra esparcida por mi mejilla derecha ahora entumecida. Miro hacia la ventana y un ave oscura como la noche en la que habita y de ojos porcelánicos, está puesta en el alféizar y da pequeños golpes con el pico en el delicado cristal, el sonido desacompasado se junta con el de las pocas gotas que aún caen del techo hasta un pequeño cubo de madera, situado en una esquina de la estancia. Tantos días malviviendo es esta pequeña y mohosa cabaña de pescadores, me hace pensar a menudo si alguien echará en falta el gran buque y habrá enviado a alguien en mi búsqueda. Pero siempre que tengo estos pensamientos, el ave de piel oscura aterciopelada hace que me olvide por completo suplicando toda mi atención.

Apenas caen gotas, y la total ausencia de la luna no me permite ver más allá de la costa. Si algún pescador de antaño estuviera navegando cerca de la orilla, solo vería una pequeña luz a lo lejos y quizá algún tintineo de esta causada por mi presencia cerca de ella. Solo quizás, pero no en esta realidad, pues esta bahía está sometida a alguna presencia abismal y horrorosa que no consigo analizar, y que me mantiene aislado del conocimiento de todo ser viviente en este planeta, excepto claro está, del ave nocturna. Sus constantes visitas a mi ventana eran cortas y se resumían en estar observándome unos instantes antes de desaparecer en la negrura, pero esta vez un impulso me ha hecho levantar de la silla y seguir al pequeño cuervo hasta el poste del muelle a escasos metros de la cabaña en el que ahora se encuentra, esperándome. En cuanto me acerco a la pasarela de madera astillada por el paso de dios sabe cuántos años y me libro de la cegadora luz de la linterna de aceite, advierto el sonido de un pequeño bote que golpea sutilmente las maderas de la pasarela que se hunden hasta las profundidades del agua.

El miedo se apodera de mí al advertir la inesperada visita, pero la total ausencia de vida en los alrededores hace que el miedo se transforme en curiosidad, pues las huellas de pies humanos que se hunden en la arena, desaparecen a los pocos metros dentro de la playa. Es entonces, que veo a la lejanía un cuerpo flotando en el agua a poca distancia del bote. Sin ni siquiera descalzarme, me lanzo al agua y nado hasta alcanzar el cuerpo del hombre flotando inerte de espaldas, en cuanto lo giro, se me corta la respiración y mi cuerpo queda totalmente paralizado al observar la piel blanquecina y despellejada del rostro sin ojos del pobre hombre. La carne de las mejillas le cuelga hasta lo que le queda de orejas y el agua le sale de la boca entre la hilera de dientes y muelas pútridas. Ante tal espantoso acontecimiento, cojo impulso para salir del agua, hundiendo el cuerpo sin vida del hombre y empiezo a nadar lentamente, ya que las aguas ahora se han vuelto viscosas y el hedor es aterrador. Con mucho esfuerzo, consigo ponerme de cuatro patas saliendo lentamente del agua hacia la orilla y es entonces, cuando observo una masa de cientos de cuerpos flotando sin alma llegando a la costa, cerca de las rocas donde meses atrás el Queen Anne se había desvanecido.

Vuelvo corriendo hasta la cabaña, pero el cuervo me bloquea la entrada gritando con un sonido más humano que animal. Gesticulando consigo espantarlo y huye en dirección al blanco faro sin luz, a lo alto del peñasco. Entro en la barraca para aclarar mi mente y secar mi cuerpo ahora desnudo con unos viejos trapos. Una vez las pulsaciones de mi corazón han vuelto al ritmo habitual y mi ropa apenas se ha secado, vuelvo a vestirme, cojo el diario y la pluma y me acerco a la ventana dirigiendo la mirada hacia el oponente faro. Una pequeña luz brilla ahora en la caseta de al lado, me pongo el abrigo y salgo dispuesto a encontrar respuestas al misterioso acontecimiento que acabo de presenciar en la costa.

A medida que subo por el pequeño camino rodeado de hierbajos del empinado promontorio, me doy cuenta de que nunca, durante todos les meses que he estado varado en esta isla, había llegado hasta tan lejos. En cuanto me hallo justo delante de la caseta en la que, tiempo atrás, debió de vivir algún anciano farero, escucho el murmullo de varios hombres dentro de ella.

Abro la blanca puerta de madera girando el frío pomo dorado y una vez dentro, rechinando, se cierra detrás de mí. Para mi sorpresa, la sala parece estar completamente vacía, pero entonces, cuando me acerco a las cálidas brasas de la chimenea para recobrar el calor, una voz me susurra de repente a pocos metros de mi, justo al lado de la ventana. Por su voz advierto que se trata de una anciana, pues la capucha que lleva puesta le oculta parte del rostro. Está tejiendo un largo pedazo de ropaje, demasiado largo para ningún ser con proporciones terrenales. Me acerco a ella y al levantar la cabeza, sus ojos porcelánicos como los del ave oscura del muelle se clavan en mí.

—Tú, otra vez— susurra la anciana, su arrugada y pálida piel me recuerdan a la del cadáver de la costa, ante la misteriosa afirmación de esta, le digo que jamás había llegado hasta este rincón de la bahía, pero bajando la cabeza y volviendo a mover las dos agujas por entre la oscura lana, empieza a reír muy sutilmente.

—Típico de los tuyos— prosigue, entonces, en busca de respuestas, me acerco aún más a ella y vuelve a levantar la cabeza, ahora me doy cuenta de que la anciana debe de tener más años de lo que ningún ser humano jamás haya alcanzado a vivir. Deja la larga tela en la mesita justo al lado de la silla en donde se está balanceando lentamente.

—Quizás no en esta vida, pero si en sueños…

Hace mucho tiempo que te observo desde que llegaste en aquella cabaña del muelle, pero veo que has desistido y aceptado tu destino, ¿por esto estás aquí, verdad?—

Al oír estas palabras, un frío me recorre el cuerpo desde el talón hasta la nuca erizándome el pelo.

—Vagas por la bahía día tras día sin saber ni preguntarte cuál es tu propósito en ella. Creo que ha llegado la hora de que lo sepas, después de lo que has visto allí abajo tendrás demasiadas preguntas en tu hueca cabeza.

—¡Habla anciana!— le grito presa de la desesperación.

Entonces levanta el brazo y con el huesudo y tembloroso dedo me señala la puerta del otro lado de la estancia. En cuanto me dirijo hacia esta, la mujer me advierte con pícara sonrisa.

—Piénsalo bien muchacho, pues una vez abras la puerta, ya no habrá marcha atrás…

Haciendo caso omiso al consejo de la anciana y carcomido por la curiosidad, abro la puerta y mi mente se paraliza ante tal grotesca escena. Los cuerpos con vacías cuencas de decenas de hombres, se pasean bruscamente dentro de la habitación, de golpe, al darse cuenta de mi presencia, empiezan a acercarse hacia mí y cogiéndome de la ropa, me arrastran lentamente echándome el nauseabundo aliento de sus putrefactos cuerpos lle- nos de crustáceos y algas marinas, es entonces cuando veo en sus uniformes las letras que conforman la palabra COLONIUS justo al lado de las siglas de la Marina Real de Nueva Charlesway. Ahora todo cobra sentido. Cuando me giro para pedirle ayuda a la anciana, observo que está situada justo delante de la puerta, y mientras una risa horrorosa le sale de la boca, noto como mi alma es absorbida por ella lentamente. Tras esto, la mujer con túnica negra y ojos cristalinos, cierra la puerta de golpe, dejándome encerrado con el resto de cuerpos sin vida que ahora siguen paseando tranquilamente y sin rumbo dentro de la estancia.

Presa del pánico, me acerco corriendo hasta un agujero de donde sale un haz de luz situado en el otro extremo de la habitación, abriéndome paso entre la apestosa muchedumbre. Meto la mano dentro intentando sin éxito romper la pared y el aire frío me corta la piel desgarrándomela por completo, entonces, acerco la cabeza en este y veo la curvada anciana dirigiéndose despacio hacia el imponente faro. Unos instantes después, observo como levanta los brazos y a causa de esto un fuerte viento arrasa con todo a su alrededor, hasta que segundos más tarde, veo un soplo gaseoso y neblinoso de color azul pálido salir de su ser e ir hasta el punto más alto del blanco e impenetrable faro. Después de echar la ofrenda de mi alma a la blanca torre, la luz del faro vuelve a brillar y la anciana se esfuma en forma de ave negra.

Pasaron los días y la vista se me iba neblineando a causa del estado de mi cuerpo ahora sin alma, pero consciente aún y habiendo aceptado el final de mi destino, al igual que lo hicieron los desgraciados tripulantes del Colonius, fui observando diversos episodios de lluvias torrenciales y señales del infame faro de cierta semejanza a los que me llevaron aquí, a la isla sin nombre. Ahora entendía las palabras del capitán James Stewart.

Un barco navega por las calmadas aguas del mar, el capitán está observando pensativo el horizonte ahora bañado en tonos carmesí. Un joven tripulante se acerca hacia él y le pregunta a donde se dirigen. Entonces el capitán, mordiendo la pipa que tenía en la boca, le dice al joven:

—¿Has oído hablar del Queen Anne? —

Por Ricard Berenguer