Era muy pequeño para entender la razón por la que en el auditorio Antonio Caso, de la Unidad Habitacional de Tlatelolco, un par de grupos de rock mexicano ensayaban en la penumbra, con los equipos apagados y con voces casi en secreto.

Tampoco era del todo comprensible que cada ocasión que en la vía pública se reunía con amigos para planear la “cascarita” de fin de semana, los policías judiciales los colocaban contra la pared, a jalones y golpes, para revisar si es que entre sus ropas, de casi niños, portaban armas o droga.

El rock era entonces un gusto y afición propia de la clandestinidad, proscrita por el gobierno y la libertad de reunión, conculcada por razones de Estado. En ambos casos, se era víctima de razias que encabezaban agentes del Estado, Gobernación o la policía.

Habían pasado el traumático 2 de Octubre de 1968 y el Jueves de Corpus de 1971, que produjeron choques entre grupos entrenados por el gobierno priísta y manifestantes que demandaban tolerancia e inclusión.

El expresidente Luis Echeverría Álvarez vivió una permanente disociación desde el momento en que protestó el cargo como secretario de Gobernación con Gustavo Díaz Ordaz como mandatario, que costó vidas, sangre, sufrimiento y hasta persecución para, al menos, dos generaciones de mexicanas y mexicanos.

Fallecido a los 100 años de edad este fin de semana en su residencia de San Jerónimo, en la capital del país, es imposible abstraerse del recuerdo de lo sucedido el 2 de octubre de 1968 y del 1 de septiembre de 1971.

“Pequeños grupos de cobardes terroristas, desgraciadamente integrados por hombres y mujeres muy jóvenes, surgidos de hogares, generalmente en proceso de disolución (…)”, dijo una ocasión a la Cámara de Diputados, instalada en esos años en la calle de Donceles, en la capital del país.

Echeverría Álvarez fue el hombre que persiguió no sólo a los manifestantes que vivieron un papel protagónico de ambas fechas, sino a sus descendientes por la “influencia maligna del comunismo”.

Una consecuencia de ese sistema manipulador que jamás pudo admitir la existencia de una sociedad que vibraba con fuerza, es el linchamiento que colocó en el mapa a San Miguel Canoa.

En la capital poblana, como en el resto del país, existía la convicción en el segmento de la política ortodoxa de la infiltración del comunismo que atentaba contra el orden establecido.

Fue una noche trágica y triste ese septiembre de 1968. El saldo fue de tres muchachos que trabajaban a la Universidad Autónoma de Puebla muertos a palos y machetazos, y uno más mutilado por la turba alentada por un sacerdote católico de nombre Enrique Meza Pérez.

Echeverría Álvarez lastimó a la sociedad mexicana. La dividió hasta el extremo de matarse entre sí, pero también propició en buena medida la debacle de ese sistema monolítico.

Los priístas rendirán homenaje al centenario déspota que dejó la tierra de los vivos este fin de semana.

Cada quien sus muertos, cada quien su historia. Echeverría Álvarez no está más y el priísmo, muy lejos de que regrese a disponer de los cotos de los que dispuso.

 

@FerMaldonadoMX