La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
El domingo fue el día del maestro, y como cada año intenté recordar cuáles de ellos (de mis maestros) dejaron una huella especial en mi vida escolar.
Hay varios. Pero quizás los que más se recuerdan son aquellos que fueron malos. Que me hicieron ver mi suerte. Esa clase de profesor o profesora “muy old fashion” que todavía aplicaba la técnica del varazo en los dedos y del borrador que salía volando peinando flecos.
A esos maestros, con los que aprendí de todo menos a sumar ya restar, les dedico mis más profundo y malévolos pensamientos.
No recuerdo cómo se llamaba mi primera maestra. Lo que sí recuerdo es que no cursé ni primero ni segundo de kínder porque me negaba a abandonar las faldas de mamá; así que como en ese tiempo no era obligatorio cursar todo el preescolar, entré directamente a tercero.
Creo que siempre tuve problemas con la autoridad, pues desde el día uno fracturé todas las normas posibles.
¿Cómo se llamaba mi maestra? ¿Anita, Mary, Angie? Alguno de esos tres nombres me resuenan todavía en la Zona de Broca. Supongamos que se llamaba Anita.
Anita, como todas las profesoras del kínder John F. Kennedy, vestía pantalones azul marino, camisa blanca de manga larga y una bata de pata gallo amarillo huevo.
En ese año aprendí a modelar figuras con plastilina. Prototipos de cuerpos maltrechos que los padres están obligados a elogiar aunque parezcan un mojón de perro San Bernardo. Mi madre, como no era una madre normal, sí me hacía ver que mi remedo de dinosaurio parecía un mojón verdoso. Mamá nunca me engañó (aunque supongo que la miss Anita sí lo hizo y me puso una estrellita en la frente).
Lo único que se me viene a la mente con claridad de mi paso por el tercero de kínder, fue un día funesto en el que la “bondadosa” miss Anita no me dejó ir al baño.
Yo me paré de la mesa que compartía con la pelirroja más engreída del grupo (que no hacía mojones de plastilina sino verdaderas figurillas a escala) y me acerqué a la maestra para avisarle que debía ir al baño.
La tal miss Anita me dijo que esperara un poco. Que faltaban unos cuantos minutos para que la chicharra sonara y así salir al recreo.
Regresé a la mesa completamente mortificada por mi estado. Literalmente, estaba a punto de explotar por la sobredosis de ciruelas pasa que mi papá me dio la noche anterior.
“¡Miss, miss! Miss Anita: ¿ya? Es que de verdad no aguanto”.
La muy endina no me dejó salir. Seguramente porque desde la tierna infancia me encargué de hacerme la fama de embustera.
Total que llegó el momento en el mis esfínteres no pudieron más y… ajá. Me cagué enfrente de todo el grupo. Una horda de chamaquillos crueles que no dudaron en desplegar todo su veneno sobre mi persona.
¿Y qué pasó después?
La miss Anita corrió para socorrerme en mi vergüenza. Le pidió a los demás alumnos que evitaran las risitas burlonas y me llevó al baño. Un baño especial para niños, con una tacita pequeña y un lavamanos de muñecas.
Entré al cubo y me encerré para llorar a gusto.
Esa mañana fue la primera vez en mi vida que odié a alguien. Que quise matar a un ser humano.
Miss Anita representaba la maldad encarnada. No había alguien más vil que ella. Más culero.
El chisme se propagó rápidamente por todos los salones.
Yo me negaba a salir del cubo del wáter, pero algunas niñas que empuñaban la daga de la maledicencia entraron al baño y murmuraban y reían detrás de la puerta.
La directora Llamó a mi mamá por teléfono y en menos de quince minutos estaba en la escuela con una bolsa de la CONASUPO que contenía una muda.
Mamá –le dije– quiero ir a la casa.
Y así fue.
La miss Anita me miró apenada cuando pasé recorriendo el patio central de la mano de mi mamá. Yo le saqué la lengua. Creo que fue en esa ocasión cuando musité por primera vez una grosería tremenda que le había escuchado decir a mi hermano cuando unos gandayas le robaron su patineta: “Miss Anita es una pinche ojeta”.
El incidente no se olvidó hasta que otro niño se hizo encima. Es lo que suele pasar: una tragedia eclipsa a otra. Y al niño, que se llamaba Joaquín, se le quedó el apodo de “Caquín” hasta la prepa.
Yo no quiero saber si a mis espaldas me pusieron un apelativo tan cruel. Por lo menos, nunca me enteré.
