Recojo entre varios de mis amigos regiomontanos una gran decepción con Jaime Rodríguez El Bronco.

Aquel candidato que hace un año arrasaba en las encuestas tiene hoy una popularidad encogida, producto de una labor como mandatario estatal que se juzga insípida en el mejor de los casos.

Le reclaman a El Bronco que se haya puesto a flotar en la gubernatura, en lugar de entrarle a los problemas del estado.

No ha cumplido sus promesas, le reprochan sus paisanos. Principalmente, no castigar las corruptelas del gobierno anterior.

Y deploran que siga con el mismo vocabulario florido y hasta vulgar que usaba como candidato, indigno del cargo que actualmente ostenta.

La falta de resultados a casi ocho meses de haber tomado posesión no solamente afecta la imagen de El Bronco sino también comienza a pesar en la de todos los candidatos independientes y hasta en la de quienes aspiran a serlo.

En los corrillos de la clase política se empiezan a escuchar los comentarios derogatorios. “¿Ya ven que no es tan fácil este trabajo?”.

En México hay una tendencia a desilusionarse casi tan rápido como surge la ilusión.

Es posible que tenga que ver con que siempre se requiere de un chivo expiatorio.

Al decir esto, no pretendo salir en defensa de El Bronco sino señalar que las soluciones fáciles a los problemas graves casi nunca existen.

A pesar de las muchas decepciones que los gobernantes han causado a los gobernados en México, aquí sigue habiendo una inexplicable fe en que un solo hombre tiene la capacidad de conducir al país al paraíso.

Tarde que temprano esa fe se convierte en desazón y el elegido se vuelve el apestado. ¿Acaso no hemos aprendido esa lección?

El problema no es El Bronco ni la figura de los candidatos independientes. El problema es creer que con ir a votar cada tres años cumplimos con el deber ciudadano para con la democracia y nos podemos retirar con la conciencia tranquila.

De acuerdo con esa creencia, el hombre o mujer que gana en las urnas debe ser capaz de resolver todos los problemas de los ciudadanos.

Es cierto, los candidatos suelen prometer cosas irrealizables con tal de ser elegidos. Pero ¿por qué casi nunca les preguntamos cómo le van a hacer para cumplirlas?

Hoy seguimos creyendo que los problemas del país los va a venir a resolver el próximo Presidente de la República. Claro, siempre y cuando sea el hombre o la mujer que nosotros apoyamos para llegar a ese cargo. Si gana otro, puede esperarse que le volvamos la vida un infierno.

Y los ciudadanos en lo individual, ¿no tienen responsabilidad alguna en que las cosas funcionen o no funcionen en el país?

Hay quienes se lavan las manos diciendo que a ellos no los eligieron y no les pagan para eso, como si México no fuera su casa.

Me temo que muchos de los que le reprochan a El Bronco la falta de resultados tenían esa misma ilusión: que el bragao candidato independiente era la solución a todo lo que no funcionaba.

No son iluminados lo que necesita el país sino instituciones, legalidad a toda prueba y buenas prácticas en el ejercicio de gobierno.

Deben ser muy pocos los políticos que buscan el poder sólo para servir a los demás. La mayoría lo hace por otras razones y necesita de ayuda, de empuje, de exigencia, para que el servicio se convierta en su prioridad cuando son elegidos.

Porque una cosa es la crítica a la labor del gobierno –siempre necesaria en la democracia– y otra es la actitud de decretar inservible al gobernante y rumiar la decepción hasta que venga el siguiente. A ver si ese sí sirve y no resulta cartucho quemado.

Entonces, no confundamos las cosas. El problema no es El Bronco ni la figura de los candidatos independientes, sino la ilusión de los votantes de que basta con depositar el sufragio a favor del candidato iluminado para que se comiencen a abrir las puertas del paraíso terrenal.

Porque cuando veo lo rápido que se decepcionaron El Bronco muchos de mis amigos regiomontanos, pienso en lo rápido que ellos mismos se habían ilusionado con él.

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