Por: Dulce Liz Moreno
Fotos: José Castañares
Un vehículo diminuto puede viajar dentro del cerebro –sin abrirlo– y bombardear un tumor canceroso hasta destruirlo sin afectar células sanas.
Esta es la más reciente creación de los nanotecnólogos que Miguel Ángel Méndez Rojas integra en un grupo especial, al que también anima y coordina.
El mentor de los inventores dirige esfuerzos y pruebas al desarrollo de una solución diferente para atacar la enfermedad que este año ha postrado a 120 mil mexicanos y causado la muerte a otros 74 mil, según los números oficiales federales.
Objetivo: encontrar la forma de acabar con las células cancerosas.
Modo: reducir al mínimo la invasión del cuerpo y evitar los agentes que deterioran al paciente y le causan dolor y sufrimiento.
Enfermos y quienes los cuidan saben que la quimioterapia ataca todas las células que crecen rápido, como las cancerosas, pero no distingue entre las enfermas y las sanas de sangre y cabello, por ejemplo, que también tienen crecimiento veloz y el resultado es la debilidad de los pacientes, además de malestares y reacciones devastadoras.

Lo mismo ocurre con la aplicación de radioterapia. Y esos son los dos tratamientos que más se prescriben y de todos modos las células cancerosas terminan por multiplicarse.
Aunque los nanotecnólogos de todo el mundo vuelcan sus esfuerzos en hallar soluciones, el grupo comandado por Méndez Rojas ha ganado la carrera con el invento que afinan en los laboratorios de la Universidad de las Américas-Puebla.
Por esa lucha que lidia cada día, el hombre que ha enviado a Reino Unido y toda Europa a sus alumnos para integrarse a los equipos de trabajo más aventajados del mundo es uno de los indispensables que construyen, desde Puebla, soluciones para el mundo.
¿Cómo acabar con el sufrimiento?
Los libreros de la oficina están a punto de estallar con volúmenes, informes y revistas. Bajo la mesa se asoman cajas de cartón con apuntes y diagramas.
En las repisas altas, modelos de moléculas, equipo científico y empotrados, de pronto, dos minions salidos de las puntas de plumones en una hoja de papel.
Bata colgada. La chamarra doble la lleva puesta porque hoy el frío no se anda con rodeos. El hábitat del doctor en química por la Texas Christian University es similar a los de sus colegas investigadores, salvo que éstos se encuentran en la Unión Europea y tienen 20 y 30 años más de edad que el dueño de una sonrisa cálida, voz serena, una mirada que traspasa la materia donde se posa y manos de movimientos geométricos que, en señal de bienvenida, comparte dulces de Celaya recién regalados por uno de sus tesistas que ha regresado de Inglaterra y finalizado el viacrucis recepcional.
Platica que llegó a la química pura después de una larga ruta que comenzó cuando, muy niño, se preguntaba “por qué el pasto es verde, por qué las flores son de colores”, un poco impulsado por las excursiones con los primos al río en vacaciones y otro poco por las largas lecturas que hacía en casa del abuelo materno donde había desde las más famosas novelas hasta artículos sobre ovnis.
El científico abre la puerta de aquella vivienda, en Petlalcingo, árida Mixteca entre Acatlán y Huajuapan, y en su recuerdo están los montones de libros y revistas que el campesino trabajador y aguerrido compraba con el dinero que apartaba para su gran pasión lectora después de vender la cosecha en la Central de Abasto de la capital del país.

en la Udlap ha hecho el artefacto que puede salvar vidas y calidad de vida.
“Cuando lo visitaba en vacaciones, me ponía a leer lo que tenía mi abuelo en esa casa; recuerdo que me quedaba viendo al cielo y decía ¿qué hay allá arriba que nos pueda estar esperando?”, narra con palabras y manos.
Del otro lado de la familia, hay una vena palpitante y ardiente: su papá, don Rubén Oswaldo, nació en la Sierra Norte, en Tetela de Ocampo; descendiente directo del General Juan N. Méndez, defensor de la patria en la Batalla del Cinco de Mayo y en otras acciones frente a la invasión estadunidense.
Y también tiene la ascendencia de la defensa patriótica en Francisco Luna, otro de los hombres de lucha.
“El XXII Batallón Nacional salió a pelear con hijos de Tetela de Ocampo; se nos olvida a veces que ese es el brazo fuerte que estuvo en el frente”, afirma con puño cerrado y corazón agitado. “Esos genes me hicieron ser medio revoltoso, ¿verdad, Ivonne?”, tercia con la portavoz universitaria.
De esas dos raíces se formó la familia de médicos y maestros. Un hermano estomatólogo, otro médico igual que don Rubén Oswaldo y varios tíos que, navidades, cumpleaños y año nuevos se sentaban a la mesa y sostenían charlas que a los ajenos al gremio les desanimaban el apetito.
“Yo sé que es normal para ellos, porque a eso se dedican. Uno de mis hermanos trabaja en Tehuacán y en el Centro Médico Siglo XXI donde ve gente que llega con un puñal atravesado en el corazón, con apéndices desparramados, y es normal para ellos hablar del dolor de forma distinta”.
Si algo le puede a este hombre nacido en el 73 es el sufrimiento.
El dolor físico ajeno lo trastoca. Hace una pausa. Respira.
Quiso ir por la ruta de la astronomía, de la física, la biología. “Terminé estudiando química. Primero entré a ingeniería química y mi padre me advirtió que me iba a morir de hambre. Pero seguí mi idea y aquí estoy”.
Y trató de ir lo más lejos de la medicina, pero ahora su materia prima, los nanomateriales, van justamente haciéndole la guerra al cáncer, por el flanco del dolor: que los pacientes dejen de sufrir. “Uno no puede escaparse de su destino”, ríe.
El primero, el más rápido
De su grupo de nanotecnólogos, nombra a 15 que hoy están en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), en la Johns Hopkins University, haciendo posgrados en Cambridge, Oxford… ellos “me tocan especialmente el corazón”, afirma.
Son los inventores. Egresados del primer programa en Latinoamérica que conformó un programa integral, interdisciplinario, para formar e impulsar a quienes “se atrevieron a estudiar una cosa que no tenía ni siquiera un trabajo definido”, hace 12 años, y que ahora están en Europa a la altura de los mejores del mundo.
En el camino al laboratorio, se topa con Andrea, una de sus estudiantes. Llevó al concurso de alto nivel del MIT su invento:
Comenzaron de cero. Absoluto cero. Ahora tienen, recién desempacado, un microscopio de fluorecencia para entender las relaciones del mundo de las nanopartículas con el de los microorganismos y las células.
El científico muestra el equipo nuevo; ajusta los lentes. En la pantalla se ven trazos grises, ocres y algo verdes. “Es la estructura de un grano de arena; esas formas curvas revelan que hay restos de hueso, de materia viva”, explica con paciencia a los iletrados en la materia el gran principio: lo curvo le pertenece a la vida; lo geométrico, no.
Cambia la imagen en la pantalla y señala unos aros pequeñísimos que, a su vez, forman círculos verdes sobre un fondo negro: es la tubería por donde pasa el agua en las plantas.
Curar, diagnosticar más pronto y en forma más certera es la meta. Y el enigma se acentúa: ¿cómo se conecta lo futurista con lo urgente y actual?
“Esa ya no es una preocupación mía porque los estudiantes que ahora llegan tienen eso en la cabeza: quieren encontrar una cura para el cáncer, quieren crear una energía limpia.
Llegan con sus propios sueños y contagian la emoción”.
Y por ello su equipo va más adelante que sus pares europeos en la creación del aparato que destruya tumores del cerebro sin hacer trepanaciones que provoquen molestia y dolor.
Grandes batallas
En palabras simples, la nanotecnología aplicada a la farmacéutica es la flotilla de vehículos que transportan medicamentos o, en el caso de los inventos del equipo de Méndez Rojas, aparatos para curar.
“En una pastilla, de un gramo de medicamento el 99% se desperdicia, literal, porque se absorbe en el cuerpo en la ruta hacia el sitio al que debe llegar, y sólo se aprovecha el uno por ciento; el medicamento es caro y la gente que no puede pagarlo, se muere. Y con sufrimiento.
“La nanotecnología es un vehículo eficiente, una oportunidad de vida porque el fármaco llega justo donde debe realizar su acción y, además, el vehículo tiene llaves que abren las puertas correctas del organismo para curar lo que deben”, explica el investigador.
En esos transportes también pueden ir agentes que permitan seguir el movimiento o la presencia de bacterias, virus o tumores dentro del organismo mediante imagenología médica “y así podemos tener localización, diagnóstico y tratamiento en la misma entrega”.
En ese camino lleva 12 años.
En la ruta, casi toda la vida.
¿Por qué? Porque a las preguntas de niño sobre el pasto y las flores, en la casa de los libros y las revistas de ovnis, un mal día, una daga le atravesó el corazón: el cáncer le arrebató al abuelo consentidor y consentido, cuando los ojos infantiles aún no se habían nutrido suficientemente de su presencia.
Y eso es una afrenta a la razón, ayer y ahora.
Y eso no se puede quedar así.
