/ @revistapurgante
En un arrebato previo a concluir el libro, comienzo a escribir todo esto. Brota naturalmente cuando leo algo así, tan potente, lúcido y monumental. Es la consecuencia inmediata de los buenos libros, pienso, como para consolarme por haber iniciado a escribir antes de tiempo. Como si uno pudiera elegir cuándo sí y cuando no hacerlo. Así que es el juego de las causalidades lo que me trajo hasta aquí. El vacío me hizo arder. Pero me detengo luego porque me acuso de tramposo. Vuelvo hasta haber terminado el libro para sentirme bien conmigo mismo. Siento que me acaban de arrebatar algo y necesito hallar respuestas. No sé dónde. Necesito una especie de gurú que se haya salvado del vacío. Si no en el pasado, en el futuro: alguien debe saber que hacer.
Al mismo tiempo y en partes iguales, me siento conmovido, confundido y maravillado por los saltos temporales de la novela, pues encima se reparten en más de sesenta capítulos que, aunque modestos en su extensión, no escatiman en valía ni interés ni sensatez. Son todo un universo que no cesa de pensarse distinto, con vidas propias. Cierro el libro, entonces. Doy vueltas. Me contraigo. Pienso. En algún lugar remoto del espacio, el universo empieza todavía.
La redondez, lo cotidiano, lo alusivo, cada recurso acomodado con la mayor de las especificaciones posibles para hacer explotar esa vena de la exigencia lectora. Como si los escritores estuvieran en deuda con uno. Qué va. Aquí, en Este vacío que hierve (Alfaguara, 2022), es notorio el tiempo invertido en cada página, en cada capítulo juguetón y provocativo. Es palpable el oficio del escritor, esa vasta producción y el catálogo –sólido, claro– de referencias. Si en Las mutaciones Comensal había rozado el umbral de la excelencia, aquí se sienta a la mesa de este con un trago en cada mano.
La ficción parece ser que nos ha alcanzado. Quizás nos hemos quedado un pelín detrás de ella. Y podría por ello ser esto increíble o demasiado fatalista. Pero el autor propone y logra hacernos creer. Vuelve verosímil el escenario funesto y fatal que ha ido creciendo sin reparo ni descanso gracias a la boba e impensable pericia de todo ser humano que habita sobre esta tierra. Todo son sólo partes de nuestro inmenso muestrario de infortunios. La desdicha es perenne y la la novela una advertencia juguetona.
Podría parecer de pronto complicado envolverse junto con la espontaneidad de la novela por la elocuencia y el estilo definido quirúrgicamente por el autor; sin embargo, la naturalidad de la historia –con todo y sus asegúnes por las manos que le echa la ficción para poder desarrollar fácilmente los entornos–, la cercanía tan apabullante, el futuro tan presente e incierto, sugiere y nos sumerge de lleno en ese nostálgico universo pesimista, sarcástico, científico, histórico, filosófico, tragicómico. Tanto. Y no hay vuelta atrás. Atrapa la vital importancia, ese mensaje para nada indescifrable y, digamos, necesario y profundamente oportuno. Es acaso el humor, la viveza, el trabajo incesante de Comensal lo que convierte esta, su segunda novela, en un título imprescindible como realmente pocos en esta actualidad de novedades de cintillo.
El escenario, que como en otras novelas más vetustas y distintas a esta, vuelve a ser una Ciudad de México que es, aquí y afuera, esa tierra insospechablemente caótica que nos consume hasta lo más profundo y sin exageraciones. Es, casi por antonomasia, un catálogo de todo lo posiblemente urgente, y por ello es tan creíblemente sintomático y feroz. Por otro lado, cuando se piensa en el rigor con que el autor echa mano de ese protagónico de divulgador científico e histórico con una espontaneidad y una aparente cotidianeidad de espanto, no debe tomarse a la ligera, pues vale de ello al prescindir de lo apocalíptico-estrambótico para internarse con intensidad al dolor, al escarnio, lo naturalmente espantoso, aquello agresivo y ruin para encima contar una historia, proponer un espacio de reflexión sobre un futuro que está a la vuelta de la esquina y que pide a gritos humeantes acciones inmediatas para poder remediarse y enmendar lo que se ha hecho hasta entonces.
Escapa así al regaño facilón y la característica inútil del reproche de otroras productos audiovisuales para abordar con seriedad única un tema que reclama urgencia: esta tierra. Y lo hace a través de Karina y Silverio: esta primera una adulta incrédula de sus orígenes, curiosa, dotada de una genialidad que le reprime el goce, dubitativa, devenida cuidadora por deudas morales instauradas por no sé quién; y luego el otro, este segundo irresponsable, en absoluto un padre del año, deudor, catártico, graduado con honores de las lecturas de Wikipedia, reflexivo. Bastan ellos dos, las casualidades de la vida, un incendio aparentemente inminente en el Panteón Dolores y un océano de preguntas sin respuestas para que esto sea el acceso a aquello importante, digamos al alcance de casi todas. Es así poner los puntos sobre las íes. Labrar. Cavar tumbas. Buscar respuestas. Encontrarse. Hacer arder el vacío.
Por Demian García / @demixngarcia