Muchos lo dieron por muerto desde hace tiempo, pero fueron los mismos que luego se vieron obligados a revivirlo, pues con las reapariciones del exgobernador Mario Marín Torres se avivaba la esperanza de sus allegados de volver a imponerse en el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y en el poder de la entidad.

Hoy las cosas son distintas, pues el impresentable exmandatario y su grupo de pillos fueron sepultados con la estrepitosa derrota de Blanca Alcalá, a quien le pesó mucho aparecer con él en mítines como candidata.

La senadora no pudo sobrevivir a ese golpe que de manera descomunal le significó la transferencia directa de las toneladas de desprestigio del marinismo.

El funeral de Marín y su secta política es ahora una realidad, pues el oriundo de Nativitas Cuautempan, quien se fue a vender ante el dirigente nacional del tricolor, Manlio Fabio Beltrones, como el “gran operador” que llevaría a la victoria al PRI en Puebla, aquel que se erige como el “carismático” político “cercano a la gente” y el “más popular” de todos los priistas en el estado, evidenció que no es más que un recuerdo ignominioso: el símbolo de la “Puebla preciosa”, el estigma que los poblanos no quieren de vuelta.

Mario Marín ya no mueve el voto verde y de las comunidades rurales. Ese sector se identifica más con los operadores morenovallistas, como muestran las cifras.

Tampoco puede imponer candidatos. En 2015 impulsó a cinco al menos y solamente pudo colocar a Graciela Palomares y a un suplente. Quiso decidir quién sería el candidato a gobernador y fracasó en su juego con Enrique Doger Guerrero y le fue peor con Alberto Jiménez Merino.

Marín es la referencia de la pederastia –aunque no se le haya comprobado ese delito– por el caso Lydia Cacho.

Es el flanco más oscuro del priismo, el apestado en su propio partido, el del rostro que desagrada por lo que representa, la voz que taladra con desazón el oído, la imagen siniestra hoy, El Góber Precioso es la mayor vergüenza de los poblanos.

Los resultados electorales son lápidas en la tumba de la vida pública del político que, por poquedad de visión, soñó un día con ser presidente de la República, el moderno Benito Juárez.

Esa misma visión minúscula, pueblerina, atribuida a la metáfora de que el exgobernador “nunca supo que había vida más allá de los volcanes”, le hicieron suponer que podía revivir a la política nacional e incluso convertirse en senador en 2018.

Mario Marín Torres es incapaz de ver que, si fue desastrosa su aparición en Puebla para la candidata a gobernadora, sería apocalíptica para el candidato del PRI a la Presidencia en dos años. Llevarlo como candidato al Senado de la República, por la vía de candidatura directa o lista nacional, garantizaría la derrota del tricolor.

Es un paria para la vida política del país y aparecer a su lado es acompañarlo a la tumba del desprestigio.

Así quedó patente con la imposibilidad de que Marín pudiera operar, ni siquiera con trampas, y llenarle las urnas a Blanca Alcalá en el interior del estado, y mucho menos en la capital que el precioso gobernó. En su papel de operador, Mario Marín quedó como un político decrépito que vive de glorias pasadas.

Al igual que él, su grupo compacto –los que aún no andan a salto de mata por pendientes con la justicia– desaparecerá en el corto plazo y la gradualidad con que muchos de esos personajes se vayan también al bote de la basura de la política poblana dependerá de qué tanto dependían de Marín para su sobrevivencia.

De entrada, dé por hecho que el exaspirante a la candidatura del PRI, Alberto Jiménez Merino, no podrá quitarse nunca el estigma de marinista y el señalamiento de que fue su títere, su cuña de presión, en el intento de regresar a mandar en Puebla.

Los jóvenes que lo siguen y quienes representaban la promesa de resurgimiento generacional de la que fue descaradamente bautizada como “Corriente Marinista”, también quedarán fuera de cualquier posibilidad seria de figurar.

Apunte, de entrada, a su secretario particular y diputado federal suplente, Ramón Fernández Solana, y a la legisladora Graciela Palomares Ramírez.

El marinismo tiene un tufo intenso, un hedor que amortaja, que ni el tiempo quita.

O, si no, que lo cuente Blanca Alcalá.

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