Para Jorge Bustamante García, traductor

 

Los traductores siempre están detrás de la obra que traducen. De ellos depende que la obra –como lo quería Eliseo Diego– conserve su aroma original, el sabor que una obra tiene en su lengua originaria. De los traductores depende que la magia del arte pueda sobrevivir en una lengua nueva y extraña al autor. Y es el traductor quien debe conservar el tren de una historia, con el ritmo, velocidad y musicalidad que en aquella lengua se logró a manos del autor. Aurora Bernárdez, traductora y ensayista, vivió esa experiencia en su vida y nos trajo al español obras importantes y, sobre todo, de una brillante presencia que permitió a esos autores vivir con plenitud en los lectores en español. Aurora Bernárdez (Buenos Aires, 1920-París, 2014) tradujo del inglés, francés e italiano. Fue una mujer que dedicó su vida a la literatura como lectora, porque quienes traducen son lectores potenciales que se zambullen en las obras que traducen tanto, como los autores. Quizá la verdadera entrega de los traductores a la obra de la que darán su versión mucho se parece a la del autor que hubo escrito aquella pieza en que las palabras deben pesarse para trasladar el alma de la obra con justicia, y con la misma causa que hizo que la obra llegara por vez primera al mundo porque el lector que leerá la traducción deberá mirar la obra sin pensar que fue escrita en otra lengua. Y, a final de cuentas, el lector común se acerca a los libros que están en su lengua porque nadie tiene la obligación de conocer otras lenguas más allá que la que ha sido su patria. Tampoco se interprete esto como que me niego a que se lea en la lengua en que fueron escritas las obras, pero hablo del lector común, que va a leer libros en su lengua y punto. Este lector puede llegar a creer que Flaubert escribió en español, y eso se debe precisamente al cuidadoso y arduo trabajo del traductor. Por otro lado, la traducción –lo dicen y repiten hasta el cansancio– es imposible. No lo creo del todo y además no hay otra solución para leer obras de otros confines. Y creo que no es imposible porque los traductores que lo dicen siguieron traduciendo. Y si así lo fuera, Eliseo Diego habría dejado de traducir de la lengua de Walter de la Mare, antes de haber asegurado tal imposibilidad. Es imposible traducir la música de cada lengua, es cierto y hasta ahí lo dejo.

He querido recordar a la mujer de letras que fue Aurora Bernárdez, y quien fuera la primera esposa de Julio Cortázar. Más allá de su relación con el autor de Rayuela, Aurora Bernárdez fue una mujer de pensamiento en la literatura. Tradujo del inglés a Ray Bradbury a William Faulkner, El cuarteto de Alejandría de Lawrece Durrell, uno de los monumentos de la novelística en inglés del siglo XX. Tradujo, entre otros, Las ciudades invisibles de Italo Calvino y es notable la traducción del francés de El primer hombre de Albert Camus, novela póstuma encontrada en los restos del auto en el que el autor perdiera la vida en un accidente. El malentendido y Calígula fueron otras de las obras que Bernárdez tradujera al español con una fortuna que –a mi parecer– sobresale; dos obras de teatro que requieren de un conocimiento técnico-teatral adicional, tanto para su escritura como para la traducción. Tradujo también y con grandes méritos a Flaubert, a Paul Bowles, a Jean Paul Sartre y a Simone de Beauvoir. Y su labor para la difusión póstuma de la obra de Cortázar fue incansable. Con la recién fallecida Carmen Bacells publicaron la correspondencia del autor argentino, así como un bellísimo libro que Cortázar escribió sobre John Keats. Estuvo atenta como albacea de la herencia de Cortázar, y trabajó para no dejar perder el legado del autor de Las armas secretas y en ese trabajo publicó Papeles inesperados, Divertimento, El examen, y Diario de Andrés Fava, entre otros libros que por suerte conocimos.

Una mujer compañera para siempre de Cortázar, pese a su separación y convivencia con Ugné Kurvelis, y más tarde con la novelista y fotógrafa Carol Dunlop, fue Aurora Bernárdez quien lo acompañó en los últimos días de su vida de aquel triste 1984, cuando murió en Paris el hombre que hiciera leyenda en las letras latinoamericanas. Las afinidades intelectuales entre Bernárdez y El Gran Cronopio sucedieron desde que en un cafecito de Buenos Aires, donde se conocieron gracias a la escritora amiga de ambos: Inés Malinow, “cuando Julio era un desconocido”. Aquel encuentro marcaría un destino para ambos, que más tarde viajarían a Paris y unirían su vida y pensamiento literario, así como la escritura de una de las obras más significativas de los escritores del siglo XX. Desde el primer instante ocurrió entre ellos esa magia que entre dos seres sucede y que tal vez sea más alta que el amor: cuando se comparten las palabras y la poesía de la vida misma.

En los años 90 conocí a Jorge Enrique Adoum en un encuentro de escritores en Monterrey y me habló de Cortázar. Me contó que él provocó un encuentro nuevo entre Aurora y Julio en Casablanca. Mientras caminaba con el autor de Entre Marx y una mujer desnuda en el insoportable calor de aquella ciudad norteña, me dijo: “Julio y Aurora no se entendieron en aquella oportunidad de volver que sus amigos les pusimos enfrente, y todo por culpa de un calor igual a este de Monterrey. Casablanca era un horno y el calor los puso de malas y Aurora se marchó al día siguiente…”

 

 

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