¿Hay algún criterio que deba seguir el escritor de ficción cuando aborda un tema histórico?
Pedro Ángel Palou (PAP) —La literatura responde –aun negándola– a una realidad histórica. Pero lo hace de manera oblicua, no le interesa la verdad historiográfica, sino la verdad simbólica, como ha dicho Del Paso después de escribir su Noticias del Imperio. Hay algo que la historia no puede ver (las razones del hombre, no las causas del héroe) que la novela sí puede pretender encontrar.
Tolstói, el gran ironista, sabía que la historia era un buen reducto para sus ficciones. Y se puso a especular con sus Apuntes de Sebastopol. Pero también se puso a pensar. Y llegó a una teoría de la vida, primero, de la que se puede desprender una filosofía de la historia. La vida real es repetitiva, como la novela. Los sucesos de una vida no significan nada, son insignificantes. Nosotros diríamos que son significantes e insignificados. Escribe el viejo conde que mientras Napoleón y el Zar discutían matrimonios diplomáticos: “… La vida –la vida real– con sus intereses esenciales en la salud y en la enfermedad, en el juego y en el descanso, sus intereses intelectuales en la ciencia y el pensamiento, en la poesía, la música, el amor, la amistad, el odio y las pasiones– transcurrían como siempre, de forma independiente y separadas de la amistad política o la enemistad con Napoleón Bonaparte”.
No se trata de contar la Historia, con mayúsculas, pues ésta no existe así para quienes la viven, se trata de estudiar, en la psicología de los personajes y en sus elecciones (qué otra cosa es la vida que elegir), cómo los sucesos históricos modifican, trastornan, viran para un lado u otro las vidas de los seres humanos que poblamos la tierra y las páginas de los libros.
Sofía Tolstói –que se tomaba en serio a su marido, pero no tan en serio como sus discípulos religiosos finales, los tolstoianos– cuenta en su diario cómo al terminar de leer Un viaje sentimental, de su adorado Laurence Sterne, Lev se asomó a la ventana, asombrado por lo que ocurría en la calle: “Ahí viene un panadero. ¿Qué tipo de persona será? ¿Cómo será su vida? Allí atrás corre un carruaje, ¿quién vendrá dentro? ¿A dónde irá sin pensar en nada particular? ¿Quién vive en esa casa de más allá? ¿Cómo será la vida dentro de ella? ¡Qué interesante sería describir estas cosas, que interesante libro podría resultar de ello!”
Voina i Mir (Guerra y Paz) es su respuesta. Está llena de digresiones, como el Tristam Shandy. Se detiene, cambia de tema, se repite incansablemente. La vida real no avanza continuamente –la continuidad histórica es también una ilusión, por cierto–, se detiene caprichosamente. Da la vuelta, no toma en cuenta las señales de tránsito. A la vida real no puede entendérsela. No es por ello papel de la novela el conocimiento, sino la experiencia. Y sólo se experimenta, en literatura, el desastre.
Tolstói escribe no una novela sobre la historia, sino sobre la ignorancia, ese es el gran tema de la novela histórica. Sus protagonistas no pueden ser autoconscientes. Son seres humanos viviendo sus vidas.
A los treinta y cuatro años Flaubert vivía con su madre en una granja en Croisset; era 1855. Tolstói era soldado en el Sitio de Sebastopol, durante la guerra de Crimea. Flaubert escribía Madame Bovary, Tolstói hacia bocetos en medio de la batalla. Su otro gran héroe literario, Henri Beyle, a quien conocemos como Stendhal, le había enseñado que se puede escribir una batalla con simpleza, sin grandiosidad. Tolstói lee La Cartuja de Parma y reconoce que Waterloo fue un desastre, pero también un caos. Nada grandioso allí, nada romántico. Nada novelable en el sentido tradicional. Pero escribe que Stendhal le enseñó a comprender la guerra. Fabrizio cruza la batalla sin entender nada. Nada puede saberse de una batalla. Pretenderlo –tarea del militar– es pura actuación.
Tolstói no cree que sepamos nada de cuanto vivimos. La experiencia siempre nos excede, siempre es un desastre. No podemos conocer nuestra vida, sólo vivirla. A los animales no les interesa la ecología. Tolstói nos dice en silencio que nada puede saberse con verdad, a ciencia cierta, del pasado (ficcional o histórico), porque cada evento posee demasiadas causas, que desconocemos. Interpretar es siempre equivocarse. La vida no tiene sentido, es un mero accidente. Sólo en el psicoanálisis construimos una narración lineal que vanamente busca explicarla. Las vidas se viven hacia delante y sólo se comprenden retrospectivamente.
—Al escribir sus obras de ficción, ¿cómo ha sido su relación con la historia?
—De respeto, por un lado, tratando de hacer lo que yo llamo ficción documental, es decir, apoyado en los textos históricos, intentar “documentar” el relato y a la vez de profanación, en el sentido de desvirtuar las lecturas centrales de los personajes y las épocas. Me interesa fundamentalmente encontrar un “lenguaje” desde el que pueda penetrarse en la historia.
Muchas veces he tenido que responder por qué escribo novelas históricas. Algunos lo cuestionan desde la idea, falsa, de que el escritor de novelas donde la historia es el eje ha perdido la imaginación y como no puede pergeñar una novela totalmente ficcional, entonces abreva en el archivo y el documento. Nada más falso. El historiador trabaja, en general, con lo que ocurrió, y el novelista histórico, las más de las veces, con lo que pudo haber ocurrido. Esa sutil diferencia le permite penetrar en las vidas de sus personajes e imaginar lo que piensan, lo que sueñan, o como he dicho siempre, las razones del hombre, no las del héroe. Porque mientras el que se ha convertido en personaje histórico vive no puede pensarse ya inscrito en los anales de la Historia, con mayúsculas. ¿Qué hay detrás de determinadas elecciones, por qué ha hecho esto y no lo otro? Allí es donde bucea el novelista histórico. Otra de las razones de la pregunta oculta una crítica, quien la hace piensa que hay una moda o unos lectores –y por ende un mercado– que impele a cierto tipo de novelista hacia ese género. Puede ser, en algunos casos, pero lo cierto es que en México la novela histórica no es un subgénero menor de nuestra narrativa, desde siempre ha sido un frondoso árbol del que se desprenden muchas ramas menores. Quizá desde que la novela se pudo llamar así en nuestras tierras fue histórica. El Periquillo Sarniento de Lizardi puso la muestra que Manuel Payno con su Bandidos o con su Fistol del diablo coronó en el siglo XIX (pero son el botón de una muestra enorme que incluye a Riva Palacio y sus novelas coloniales e incluso a El Zarco de Altamirano). La primera gran novela del siglo XX en México fue histórica, también: Los de abajo, de Mariano Azuela. Y lo son a su manera Al filo del agua, de Agustín Yañez, El luto humano, de José Revueltas y Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Las tres marcan lo que yo llamo la mayoría de edad de la novela mexicana.
En su nueva novela La fiesta de la insignificancia –una especie de gran testamento literario y filosófico– Milan Kundera escribe algo maravilloso para lo que nos tiene esta noche reunidos, el papel del hecho histórico en la literatura: “El tiempo corre. Gracias a él, primero vivimos, lo cual quiere decir que ya hemos sido acusados y juzgados por la gente. Luego morimos y permanecemos aún unos años entre los que nos han conocido, pero muy pronto se produce otro cambio: los muertos pasan a ser muertos viejos, de los que ya nadie se acuerda y que desaparecen en la nada; tan sólo unos cuantos, muy muy pocos, imprimen su nombre en la memoria de la gente, pero ya sin testigos fehacientes, sin un solo recuerdo real, pasan a ser marionetas (…) Nadie tiene el derecho de simular la restitución de una existencia humana que ha dejado de ser. Nadie tiene el derecho de crear a un hombre a partir de una marioneta” (33–34). Cuando novelé a Emiliano Zapata –el primero de los personajes de mi trilogía Sacrificios históricos– ya era consciente de ese imperativo moral. El héroe revolucionario forma parte del imaginario colectivo y el lector no puede, no debe soportar que se le mienta sobre su vida. Hay un prurito de verdad entonces en la novela histórica que es central a su arquitectura misma. ¿Cómo usar el archivo, el documento, inscribirlo en el texto mismo de la novela y de todas formas producir la ilusión, la suspensión de la incredulidad, de que se me está contando una vida. Es que Kundera tiene soberana razón: no se trata de trabajar con muertos viejos sino con la memoria de la gente para dotarlos de vida. En el caso de Zapata las cientos de horas grabadas en el archivo histórico de la Revolución Mexicana permitía oír a sus lugartenientes, a sus soldados, a sus mujeres. Pero no era así con Morelos o menos aún con Cuauhtémoc, una figura agazapada entre los códices. No se trataba de un águila caída, símbolo más bien cercano a Occidente, sino de un águila del crepúsculo, cíclica, la de la tarde que se desvanece para dejar llegar a la noche.
